Al pasar de la sociedad de masas posindustrial a la sociedad de la información, y así a la sociedad red, las interacciones que tenemos frente a otros seres humanos se han hecho más complejas y a la vez más cercanas, y también más igualitarias: cualquier individuo, con limitados recursos tecnológicos, puede hacer oír su voz a miles de personas.
Se ha dicho que las redes sociales y el activismo digital contribuirán a un renacer democrático, idea que ha resurgido con las realidades de la nueva economía digital y con las crisis políticas de la última década. Todas las instituciones sólidamente constituidas en los Estados democráticos representativos modernos —partidos, sindicatos, industrias, iglesias, grandes medios— ven desaparecer su monopolio de autoridad, así como su poder para influir sobre las corrientes de opinión. Nuevas comunidades, fragmentarias, emergen en “la nube” por sobre las identidades materiales de millones de individuos.
Y en ello estriba el doble esfuerzo que los partidos y las organizaciones “del mundo real” deben hacer en la era digital. Por una parte, acceder de manera dinámica a sus modos y ritmos —lo cual suele implicar una considerable curva de aprendizaje—, pero también enriquecer estos con un mayor aporte deliberativo. Gestionar información a dos vías: de los partidos hacia sus electores, de los gobernantes hacia los ciudadanos, de los dirigentes a los militantes, y de las comunidades políticas entre sí, debe ser un objetivo importante, sin descuidar el contenido doctrinario y la discusión pormenorizada de las políticas públicas.
Por fortuna, la tecnología permite también ayudar a este esfuerzo.