De acuerdo con los resultados más recientes del Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, con una puntuación de 22 sobre 100, Honduras destaca como uno de los países más corruptos del continente americano. Es superado únicamente por Nicaragua, Venezuela y Haití.
En contextos particulares, como es el caso hondureño, la corrupción no necesariamente se traduce en transgresiones evidentes a la ley ni en riesgos inmediatos ante la Justicia. A lo largo del tiempo, los grupos de poder han consolidado un sistema estatal que les permite instrumentalizar las leyes y moldear las instituciones para preservar sus intereses y garantizar su impunidad.
De este modo, la corrupción se configura como una práctica sistémica, culturalmente aceptada y revestida de una aparente legitimidad.
Redes de corrupción en Honduras
El estudio When Corruption Is the Operating System: The case of Honduras, de Sarah Chayes, expone con rigor las dinámicas de poder que operan a través de estructuras organizadas. La investigadora las denomina “redes cleptocráticas”. Estas redes ejercen el control y la manipulación del sistema mediante la articulación de las élites políticas (partidos), los grupos económicos (empresarios), las fuerzas armadas y el crimen organizado. Esto da lugar a un proceso sistémico de captura del Estado hondureño.
Como resultado, Honduras se ha convertido en uno de los países más violentos del continente americano. Sus niveles de pobreza afectan aproximadamente el 65% de su población. Esta situación ha contribuido a la existencia de un persistente flujo de emigración irregular, principalmente hacia Estados Unidos, en busca de oportunidades de empleo y condiciones de vida más dignas.
Durante la campaña para llegar al poder, el actual gobierno prometió que establecería un modelo socialdemócrata. Pero en la práctica ha seguido las fórmulas populistas del modelo de socialismo del siglo XXI. Por eso, el país no ha logrado romper el patrón habitual de gobernanza. Lejos de mejorar la calidad de vida de la población, Honduras persiste entre los países con los niveles más bajos de desarrollo humano en el continente americano.
Democracia en Honduras
En la evaluación que presentó The Economist en 2024, el índice de democracia para Honduras fue de 4.98 sobre 10, en la posición 95 de 167. Debido a la falta de independencia de los poderes del Estado y a las debilidades de su sistema electoral, se sitúa en la categoría de regímenes híbridos. Es una forma de gobierno que combina elementos de sistemas democráticos y autoritarios para su funcionamiento.
La legislación hondureña establece que los procesos electorales deben celebrarse cada cuatro años. El ciclo electoral inicia con las elecciones primarias en marzo, seguidas por las elecciones generales en noviembre. El 2025 se perfila como un momento crucial para determinar la supervivencia o el hundimiento de este sistema democrático.
En un contexto de alta polarización social, con un Consejo Nacional Electoral carente de independencia institucional y una economía debilitada por la escasa inversión tanto nacional como extranjera, Honduras ha iniciado su periodo electoral en medio de un clima marcado por la inestabilidad y la confrontación.
Elecciones de 2025
En las elecciones primarias del 9 de marzo de 2025, participaron las tres principales fuerzas políticas del país: Partido Liberal, Partido Nacional y Partido Libertad y Refundación. Se caracterizaron por la vulneración de diversas garantías constitucionales. Hubo fallas logísticas durante la jornada electoral y un elevado nivel de abstención por parte de la ciudadanía.
Según los resultados presentados por el Consejo Nacional Electoral, 3,352,803 (57.2%) ciudadanos no se presentaron a ejercer su derecho al sufragio. Esta condición refleja una débil cultura democrática en el marco de las elecciones primarias. También, el creciente malestar de los hondureños hacia el sistema actual de partidos políticos y sus candidatos.
En este panorama, las elecciones generales programadas para el 30 de noviembre de 2025, en las que se elegirá a las autoridades para la Presidencia de la República, alcaldías municipales, diputados al Congreso Nacional y diputados al Parlamento Centroamericano, se desarrollarán en un clima de tensión social, desconfianza, desinformación y disputas partidarias por el control del aparato estatal.
Qué está en juego
Este escenario, marcado por nuevos matices ideológicos y el avance de valores antidemocráticos, pone en riesgo la frágil democracia de la nación. Pero ¿qué está en disputa en el sistema democrático hondureño?
Por un lado, el partido oficialista tiene su legitimidad erosionada debido a su ineficiencia en el manejo del gasto público, la proliferación de nuevos casos de corrupción y la captura de instituciones públicas. También se lo ha señalado por vínculos entre su dirigencia y financiamiento ilícito proveniente del narcotráfico. Estas son condiciones que comprometen sus aspiraciones de triunfo en la contienda general.
En el otro extremo, el bipartidismo tradicional de derecha, deseoso de recuperar el poder, no representa una alternativa real de cambio. Más bien continuidad de un modelo que durante décadas consolidó un sistema democrático incapaz de garantizar condiciones mínimas de seguridad, equidad y dignidad. Su legado, lejos de fortalecer las instituciones, facilitó la captura del Estado por medio de redes de corrupción, sentando las bases estructurales de la crisis que vive el país.
Ante este panorama, el país se encuentra ante un dilema crucial. Por un lado, existe la opción de profundizar el alineamiento con los postulados del socialismo del siglo XXI, lo que podría acelerar su transición hacía un régimen abiertamente autoritario. Por otro, permitir la alternancia en el poder mediante el retorno de las fuerzas tradicionales y perpetuar su condición de régimen híbrido para no socavar por completo su democracia.
En esencia, el sistema democrático hondureño se encuentra al borde del colapso. La clase política contemporánea no solamente ha fallado en demostrar su compromiso patriótico. También ha desconocido los principios y valores éticos que son vitales para construir un Estado de derecho al servicio de la ciudadanía y el bien común.