El 2020 será recordado como el año de la pandemia. Un año difícil, que dejó miles de muertos en todo el mundo, que nos mostró nuestra fragilidad pero que, a la vez, nos mostró otras fortalezas: las de pensar en el prójimo y actuar en consecuencia; valorar a nuestros seres queridos, a nuestras familias y a nuestras amistades; reflexionar sobre nuestro comportamiento y acciones.
Todavía es muy temprano para sacar conclusiones sobre esta pandemia. No obstante, es posible señalar algunas cuestiones que han cambiado y que, posiblemente, no vuelvan a ser como antes.
La labor de los gobiernos
La centralidad de los Ejecutivos es enorme en estos tiempos de crisis. Los líderes populistas de por sí ocupan un lugar protagónico. Su estilo, su accionar, su forma de hacer política les exige estar en el centro. El contexto actual no hace más que potenciar esa característica.
Y esa exposición desmedida tiene como consecuencia un crecimiento igual de desmedido de los beneficios o los perjuicios políticos de estar al mando. En otras palabras, la percepción de la opinión pública de que sus gobernantes están accionando de buena o mala manera frente a la pandemia tiene un impacto mayor. Para bien o para mal.
Aquellos ejemplos de gobernantes demostrando enorme irresponsabilidad en su labor tienen un correlato en su popularidad, que cae de igual manera. Basta con recordar el ejemplo de Donald Trump llamando a probar con inyectarse desinfectante. Si bien poco tiempo después aclaró que lo había dicho de manera irónica, el mero hecho de insinuarlo deja de manifiesto que el primer mandatario estadounidense sigue sin comprender las dimensiones de este escenario.
Trump, al igual que otros líderes negacionistas, ha demostrado que no es capaz de gestionar la crisis. Su discurso confrontativo, arrogante, directo y provocador le ha servido para romper el tablero político de su país y obtener la presidencia. Con ese tipo de comunicación ha sido capaz de movilizar a sectores descontentos y decepcionados de la política tradicional.
Sin embargo, ese discurso nacionalpopulista tiene un límite. Ejercer el gobierno no es lo mismo que estar en campaña y menos aún en una situación de crisis global como la actual. Al contrario, la capacidad de liderazgo se ve en otras características.
Una de ellas es la responsabilidad política. En muchos países gobierno y oposición comprendieron que era momento de aunar fuerzas, al menos en algunos objetivos muy generales. Aquellos relacionados con la cuestión sanitaria, sobre todo. Y allí se generó un esquema de cooperación pocas veces visto en países como Argentina, por ejemplo, en donde la polarización política era enorme hace apenas algunos meses.
En otras latitudes también se vieron actitudes similares. En Alemania hubo un fuerte consenso a favor de la labor del gobierno, de la cuarentena. También hubo ciertas críticas de sectores políticos como la ultraderecha o de representantes del Partido Liberal alemán. Pero en líneas generales dicho consenso era lo suficientemente amplio como para que el país germano pudiera gestionar la crisis de manera eficiente.
Un consenso que también se refleja en las encuestas de opinión pública. El gobierno alemán posee un 67% de aprobación en su accionar según datos de mayo del Instituto Infratest dimap. También es cierto que, luego de semanas en cuarentena, se han movilizado algunos sectores que consideran que el Gobierno está equivocado. Piden el levantamiento de la cuarentena y critican la restricción de las libertades individuales. Este grupo es muy heterogéneo. Sus adherentes van desde representantes políticos de los liberales y la ultraderecha hasta negacionistas de la pandemia y seguidores de teorías conspirativas.
La estrategia de la canciller Angela Merkel fue la correcta porque siguió la máxima número uno de la comunicación de riesgo: comunicar el riesgo. Una movida que puede ser interpretada como un mensaje negativo, pero que en este contexto es un elemento necesario para legitimar las medidas de restricción del contacto y movimiento. Explicar a la población la situación y los escenarios posibles. Eso brinda certidumbre. Y este accionar le dio resultado. La adhesión a la cuarentena fue altísima y hoy Alemania tiene una tasa de mortalidad de las más bajas del mundo pese a la gran cantidad de infectados.
La labor de Merkel también se ve reflejada en el trabajo realizado en otros países como Dinamarca, Islandia, Nueva Zelanda o Taiwan. En todos ellos existe un denominador común: las jefas del Ejecutivo son mujeres. Un elemento del que se hicieron eco varios medios de comunicación y que nos obliga a pensar por qué las mujeres están gestionando mejor esta pandemia.
La crisis climática
Poco tiempo antes de la pandemia la crisis climática se había convertido en prioridad de la agenda en muchos ámbitos. En la política, en las organizaciones no gubernamentales y en las supranacionales como la Unión Europea, por ejemplo, se discutía el tema y se pensaban planes de acción y objetivos concretos a alcanzar. Todo esto pareciera haber quedado en stand by por el coronavirus.
Sin embargo, la llegada de la pandemia cambió algo que parecía muy complicado, algo que llevaría años de deliberaciones y discusiones políticas. En efecto, la paralización de actividades impactó positivamente en nuestro medioambiente.
En cuestión de semanas se redujo radicalmente la contaminación del aire. Según datos de la Agencia Europea del Medioambiente en Milán, Italia, la concentración de dióxido de nitrógeno, un gas emitido por los automóviles, bajó 25 % en tan solo cuatro semanas. Y si comparamos las mismas mediciones en Barcelona contrastadas con el año anterior, la caída es superior al 50 %. En otras palabras, estamos viviendo en un ambiente más limpio. Más sano para todos. El Instituto Max Planck publicó a fines de abril un informe que señalaba la caída de los casos mortales por deficiencias respiratorias.
Frente a estos datos, ¿es posible afirmar que esta cuarentena no solo salva vidas porque evita la propagación del virus, sino también porque ha obligado a contaminar menos? Cuando pase el lockdown y regrese la «normalidad», ¿volverá también con aquel comportamiento egoísta que destruye el planeta y que afecta negativamente a la salud? ¿Hay chances de modificar el comportamiento de consumo excesivo? Los datos muestran que sí es posible, pero que se convierta en una realidad lo dirán el tiempo y la responsabilidad de nuestra sociedad.
Conectividad y pobreza
Matthias Horx subraya en su artículo de la edición más reciente de Diálogo Político: «Nos sentiremos aliviados con la súbita detención de ese constante correr, hablar, comunicar». Pone el acento en la situación de hiperconectividad actual. La cuarentena generó las condiciones para una pausa obligatoria, que ha permitido cierto espacio para la reflexión y el desarrollo de una perspectiva. Algo alejado de la rutina sin respiro.
Pero también es cierto que el parate tiene su lado negativo. En efecto, la economía lo sufre y, con ella, los más vulnerables. No se trata solo de un problema sanitario, sino de un golpe al sistema de producción apoyado en las cadenas globalizadas de producción. La conexión es tan fuerte que el impacto es total. Primero, shock de oferta por la falta de producción, luego shock de demanda por la falta de consumo. Según los economistas, nunca se vio algo así.
Quienes viven al día, aquellos que necesitan de la circulación para conseguir lo básico, la comida del día, son los más afectados. Se trata de los que dependen de la economía informal. En América Latina el número de personas en esta situación es muy alto. Para estos sectores vulnerables, el lockdown no es un momento de reflexión y relajación. Al contrario, es más pobreza. Y aquí es donde el Estado debe estar más presente que nunca.
Ventajas y peligros de la web
El homeoffice se ha vuelto la regla para muchas personas. Reuniones en plataformas de teleconferencia, tener una videollamada con la familia o discutir con amistades en las redes sobre alguna serie es, por ahora, la base de nuestras relaciones sociales fuera de casa. Sebastian Grundberger, representante de la Fundación Konrad Adenauer en Montevideo, lo define de la siguiente manera: estamos viviendo «una vida relativamente normal en circunstancias anormales». Es decir, al menos para los trabajos que no precisan presencia física, internet se ha transformado en una salvación. En un salvavidas para poder satisfacer la necesidad de contacto.
Sin embargo, internet también plantea desafíos. La web ha facilitado un estado de sobreinformación. La información circulante es tanta y tan variada que se mezcla fácilmente con la desinformación. Y los riesgos de ello son muy altos.
La desinformación, mal llamada fake news, mina la capacidad de discernimiento. Alimenta el sesgo de confirmación de nuestra mente, aquel que nos hace ver solo aquello con lo que estábamos de acuerdo previamente. La exposición a información falsa es constante. Se trata de información peligrosa porque es coherente, o al menos eso parece, pero a la vez esconde datos manipulados, argumentaciones maniqueas, comparaciones malintencionadas. Las teorías conspirativas ganan mucho espacio en este contexto.
Este material demanda de nosotros una alta capacidad de atención y reflexión para no caer en la trampa. Y en ocasiones no tenemos el tiempo, las ganas o el interés para ello. Pero no hay que rendirse. Durante la pandemia, las noticias falsas no han dado tregua. Y los Estados intentan por todos los medios de evitar los daños que estas generan. Solo hay que ver los esfuerzos del Ministerio de Salud de Alemania, por ejemplo, que dedica gran parte de su comunicación en redes a impedir la propagación de la desinformación: cuáles son las fuentes confiables, cómo contrastar información sobre el COVID-19, etcétera.
En resumen, internet es una gran herramienta. Ayuda a estar en contacto y a realizar tareas otrora imposibles a la distancia. Pero a la vez puede ser usada para dañar, causar caos y expandir el miedo en la población. Este tiempo de pandemia nos ha mostrado ambas caras de este mundo virtual. Aspectos no necesariamente nuevos, pero sí potenciados como nunca antes.