La gestión migratoria del presidente estadounidense Joe Biden convierte en una máxima la célebre frase de que «la política es el arte de lo posible».
Desde que llegó a la Casa Blanca, el pasado 20 de enero, ha puesto su firma en una decena de órdenes ejecutivas y en un ambicioso proyecto de ley integral migratoria para intentar remover una molesta piedra en el zapato de todos los presidentes estadounidenses de la historia reciente, y que las políticas públicas de Donald Trump hicieron levantar ampollas.
Nadie puede poner en duda sus desvelos por honrar sus compromisos de campaña, que explican que le sonrían los estudios de opinión pública que miden su popularidad.
En los trabajos periodísticos de verificación de los diarios más influyentes de Estados Unidos, Biden recibió buena nota en casi todo, especialmente en sus planes roosvelianos, en línea con sus anuncios en campaña electoral, aunque queda mucho trecho por recorrer.
Es una calificación justa si nos guiamos por el avance de su plan de gobierno en general, pero no refleja con exactitud el cumplimiento de su política migratoria, que ha enfrentado escollos por la discusión del tema en el Congreso y por las conductas de las poblaciones que anhelan ingresar a Estados Unidos a como dé lugar.
Sin ignorar la vocación humanista del presidente y el avance que supone la anulación de las prohibiciones de viajes desde países de mayoría musulmana dispuesta por la administración Trump, en el tema migratorio hay todavía más incertidumbre que certeza.
El proyecto para crear un camino hacia la ciudadanía para unos 11 millones de indocumentados que viven en Estados Unidos, una promesa de campaña cristalizada en una iniciativa legal enviada al Congreso rápidamente, ha sido desmembrada en la Cámara de Representantes, retrasando su tratamiento y eventual aprobación. Por un lado, una propuesta para los jóvenes migrantes sin papeles; por otro, el estatus legal a los trabajadores extranjeros ilegales que trabajan en tareas del campo.
Y es el capítulo de los refugiados donde existen más dudas en relación con los generosos anuncios de Biden de aumentar las admisiones anuales a 125.000 a partir del próximo año fiscal que comienza en octubre de 2021, e incluso llevarlas a 62.500 durante un periodo de transición hasta el próximo mes de septiembre.
El pasado 16 de abril, su administración informó que se mantenía el límite de 15.000 establecido por el gobierno de Trump, pero inmediatamente hubo una marcha atrás por las fuertes críticas de aliados. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Jen Psaki, dijo que había sido producto de «cierta confusión» y aseguró que este mes se anunciará un nuevo tope, aunque es «poco probable» que se confirme el techo de 62.500, como dijo Biden en febrero.
Las buenas intenciones pueden chocar con una realidad que suele ser compleja, y mucho más en un asunto de mil caras como el de los migrantes y refugiados que es imposible resolver de un santiamén. Como muestra la historia reciente de Estados Unidos, incluso de Europa Occidental, es un fenómeno que traspasa hasta los mejores planes regulatorios.
Efectos de un enfoque más generoso
La nueva política del presidente demócrata no solo enfrenta el desafío de las internas del Congreso, sino también el nuevo flujo migratorio en movimiento en la frontera del sur del país, que desvía la atención de la agenda de acogida que promueve Biden.
La mano tendida a los migrantes de algún modo alentó la llegada de extranjeros que empezaron nuevamente a agolparse en la frontera, especialmente niños o adolescentes sin compañía, con la intención de reencontrarse con sus progenitores o familiares.
Según datos oficiales de abril, hubo una reducción del número de familias y niños no acompañados, con la intención de ingresar ilegalmente a Estados Unidos, la primera vez en cinco meses, pero no así en adultos solteros.
No obstante, a fines de abril había más de 20.000 adolescentes o niños viviendo en refugios acondicionados por las autoridades; en esos albergues de acogida no había suficientes cuidadores infantiles ni trabajadores sociales, que cumplen una tarea importante en la evaluación de los casos, en el camino hacia la reunificación familiar.
Como escribió Fareed Zakaria en The Washington Post, el «enfoque más generoso de la inmigración» contribuyó al aumento de migrantes, que ahora tienen más expectativas de poder ingresar a Estados Unidos, la mayoría de ellos provenientes del Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), que huyen de la pobreza y la violencia sistémica.
Y es un hecho más dramático en Estados Unidos pues, al derogarse restricciones de la época de Trump, las barreras en México ahora están en suelo estadounidense.
Expertos en migraciones o demografía advierten que el auge en este momento de las detenciones en la frontera entre Estados Unidos y México podría ser un presagio de un aumento del ingreso de población inmigrante ilegal.
Un estudio reciente de la agencia Bloomberg sobre diferentes indicadores de movimientos migratorios es revelador de las consecuencias de las políticas restrictivas de la época de Trump. Hubo una baja de la inmigración ilegal, un aumento de la denegación de asilo y menos refugiados admitidos.
La crisis en la frontera sur podría ser la punta del iceberg del impacto que podrían tener las intenciones de apertura de Biden y que empiecen a moverse las agujas de esos diferentes indicadores de migrantes.
El retorno de una vieja política
Otra inquietud está emergiendo con la decisión de la administración de Biden de retomar los programas de ayuda a los países del Triángulo Norte con la conducción de la vicepresidenta Kamala Harris.
De claras buenas intenciones, pero quizás estropeadas por un diseño paternalista, se quiere retomar programas de ayuda a países de Centroamérica con la meta de crear más estabilidad económica y política en la región.
Se cree que esas viejas recetas de ayuda para la mejora de las condiciones de vida contribuirán a reducir los flujos migratorios en la frontera del sur de Estados Unidos.
Pero la realidad ha mostrado la falta de efectividad de ese tipo de iniciativa cuando los recursos se vuelcan en países con problemas sustanciales de gobernanza y de funcionamiento de las instituciones, y liderazgos políticos renuentes o sin voluntad para encarar las reformas que contribuirían a una mejor performance de los programas de asistencia extranjera.
Un artículo reciente de The Washington Post refuerza el escepticismo con un argumento muy potente: «Los líderes de los tres países (centroamericanos) enfrentan acusaciones de corrupción o han tomado acciones antidemocráticas que han alimentado la inestabilidad política».
Las políticas migratorias más hospitalarias de Biden han quedado amarradas a los juegos de la política interna y a dinámicas migratorias de las que no tiene ningún control.
Un presidente sensible a la situación de los migrantes, que aspira a recuperar valores históricos del país —que forman parte de la identidad de la nación—, debería insistir en las bondades de su ambicioso plan de acogida. Este significa un reconocimiento de las injusticias que sufren los indocumentados, que también son responsables de poner en movimiento al país.
Una audacia similar a la que muestra con su ambicioso proyecto económico y social, inspirado en una muletilla del político gallego Manuel Fraga Iribarne (1922-2012): «La política es el arte de lo posible; para lograrlo hay que intentar muchas veces lo imposible».
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