El filósofo Daniel Innerarity pone en la mira a los ciudadanos mejor informados de los asuntos públicos. También a quienes piden más transparencia en la toma de decisiones. Lo invitamos a reflexionar sobre la democracia.
Innerarity es doctor en filosofía, catedrático de filosofía política y social. Se desempeña como investigador en la Universidad del País Vasco y es director del Instituto de Gobernanza Democrática. Es titular de la Cátedra de Inteligencia Artificial y Democracia del Instituto Universitario Europeo en Florencia.
Colabora habitualmente en El País, El Correo y La Vanguardia. En 2004 fue incluido en la lista de los 25 grandes pensadores del mundo por la revista francesa Le Nouvel Observateur.

¿Cuáles son los aspectos de la democracia que más le preocupan?
La sociedad ha ido evolucionando con el paso del tiempo, y las formas políticas, también. Si partimos de la edad contemporánea podemos decir que en la institución del Parlamento (o la democracia representativa) hay una ficción que pudo funcionar en ciertos momentos: la pretensión de que la deliberación parlamentaria en el seno del Estado nacional podía acompañar y modular la evolución de la sociedad. Actualmente, la aceleración de la historia, de la evolución de la tecnología y la creciente interdependencia hace que esa ficción sea ilusoria. Mi teoría de la democracia compleja parte del reto que para la democracia supone este desfase entre la realidad, los conceptos con los que tratamos de entenderla y nuestros instrumentos para gobernarla.
Requerimientos democráticos
¿Cuáles son los requerimientos democráticos?
Si queremos tener una democracia robusta, estamos obligados a equilibrar una diversidad de factores (participación, primacía del derecho, división de poderes…) e impedir que uno de ellos se imponga sobre el resto. Democracia es, fundamentalmente, aseguramiento del pluralismo, también del pluralismo de instituciones que limitan el ejercicio del poder.
El populismo puede rastrearse hasta en la democracia ateniense. ¿Cuáles son los aspectos nuevos?
Yo señalaría dos: el hecho de que haya un público que sobrevalora su capacidad de comprensión de los fenómenos políticos y la creciente desintermediación de la sociedad. Debida, entre otras cosas, a las redes sociales y a la desconfianza respecto de las instituciones que se encargaban de establecer esa mediación (partidos, Iglesias, sindicatos, medios de comunicación).
El liberalismo político y económico que cree en el Estado de derecho, la libertad individual, los valores en torno a los derechos humanos y en el libre mercado, ¿está también en cuestión?
Lo que podríamos llamar la cultura política liberal, que echamos en falta cuando hablamos, por el contrario, de democracias iliberales, es una adquisición colectiva exitosa a la que le auguro, pese a todo, una larga vida. La socialdemocracia o el republicanismo, a mi juicio más potentes en sus propuestas de intervención en la sociedad y en su concepción de que la libertad, más que como ausencia de impedimentos, ha de ser entendida como ausencia de dominación de unos sobre otros.
Rol del Estado
¿Y el papel del Estado?
El Estado sigue teniendo un protagonismo como lugar de la construcción de la soberanía popular, pero requiere ser pensado sin oponerlo al mercado e inserto en comunidades globales que limitan su soberanía y le adjudican responsabilidades más allá de su espacio inmediato de acción.
En su libro Una teoría de la democracia compleja. Gobernar en el siglo XXI, habla de la digitalización, la robotización y la inteligencia artificial como factores que afectan a la democracia. ¿Cuál es su preocupación esencial?
Es el tema del que me ocupo actualmente. Tenemos que estudiar bien el impacto que estas tecnologías ejercen sobre la política y el modo de conseguir que mejoren la calidad de vida democrática. Todo comienza por una reflexión acerca de los cambios que están generando y que nos van a obligar, de entrada, a toda una renovación conceptual. Y, en el aspecto práctico, veo que la gobernanza algorítmica es de una gran utilidad para ciertas partes del proceso político y muy inconveniente en otras.
El establecimiento de los fines a cuyo servicio queremos poner la tecnología no es algo que pueda ser decidido por la tecnología misma. Si la democracia va a sobrevivir a la inteligencia artificial es, sobre todo, porque se trata de dos tipos de inteligencia y decisión. La inteligencia artificial es muy apropiada para decidir cuando hay muchos datos y los objetivos están claros, mientras que la decisión humana es insuperable en contextos de ambigüedad e incertidumbre.
Rol de la política
¿Qué puede hacer la política?
La gran pregunta que nos deberíamos hacer es para qué están los políticos y para qué los necesitamos. Si recorremos todo nuestro sistema político, desde la gestión administrativa hasta el nivel de los representantes en la cúspide, constatamos una mayor incertidumbre en cuanto a las decisiones que se deben adoptar. La administración es un espacio donde el riesgo está muy reducido gracias a diversos protocolos y rutinas.
En el plano más propiamente político es donde se toman las decisiones que, desde el respeto a los procedimientos administrativos, por supuesto, se refieren a asuntos para los que hay menos evidencias y más contingencia, donde se plantean las grandes orientaciones políticas. La confrontación ideológica es allí mayor precisamente porque las decisiones no están fijadas por una objetividad y unos saberes expertos indiscutibles. Allí están, por cierto, quienes tienen mayor legitimidad democrática porque elegimos a nuestros representantes políticos y no a nuestros funcionarios.
¿Qué papel juegan los partidos políticos?
Una cosa es que los partidos deban renovarse profundamente y otra que la participación ciudadana pueda asegurarse sin organizaciones del estilo de los partidos. Los partidos son esenciales para clarificar las opciones que están a disposición de los electores; sirven para formar al personal político, seleccionar a los candidatos, gestionar la circulación de la clase política por las instituciones y controlar a los electos manteniéndolos vinculados a las promesas hechas a los electores.
Liderazgos
¿Cómo debería ser un liderazgo del siglo XXI?
Llevo tiempo defendiendo que un liderazgo cordial es posible y debería recoger algunas propiedades que requieren más inteligencia y sofisticación que la rudeza del choque con el adversario. De entrada, aceptar que el mundo es complejo requiere más coraje que simular la fortaleza de quien se sabe en el lado correcto de la historia, previamente simplificada entre buenos y malos. Nuestros representantes deberían reconocer la incertidumbre en la que se encuentran, no mostrar una seguridad de la que carecen y estar dispuestos a admitir los errores. Si no lo hacen es porque piensan que los representados no lo aceptaríamos.
De ahí que estén aterrorizados por los propios errores en los que otros puedan apoyarse para obtener ventajas en términos de competencia. Pero los errores nos hacen amables, como decía Goethe. La capacidad de equivocarse con elegancia —y de admitirlo cuando sea necesario— es una parte fundamental del éxito en política o en cualquier otra actividad.
¿Hay algún liderazgo político inspirador en ese sentido?
Echo de menos el liderazgo cordial de una Jacinda Ardern, que fue primera ministra de Nueva Zelanda y dimitió agotada de tanta hostilidad.
Derechos y deberes
¿Hay un desfase en la vida política actual entre la agenda de derechos y la de los deberes?
El republicanismo lo ha resuelto muy bien al insistir en la interrelación de nuestras libertades con las de los demás. En un mundo en el que hay una creciente presencia de bienes públicos (el clima, la estabilidad financiera, la paz…), la idea de derechos individuales que habría que proteger de interferencias exteriores es menos fecunda que la de libertades comunes. Quien en nombre de su derecho a hacer lo que le dé la gana no interioriza el impacto que sus acciones puedan tener sobre otros termina contribuyendo a construir una sociedad en la que muchos —también él mismo— verán reducidas las posibilidades de hacer lo que les dé la gana. Al cuidar lo común no estamos rindiéndonos a una estructura neutra o ajena, sino a algo de lo que se nutre nuestra libertad personal.
Con el aumento de la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, ¿no se corre el riesgo de más inoperancia de la política?
Mi concepto de participación es mucho más amplio y menos maximalista: no se trata de que todos tomemos todas las decisiones, sino de que se cumpla el conjunto de exigencias (información, legitimidad, trasparencia…) que nos permiten considerar esas decisiones como de algún modo propias. Si queremos producir esas transformaciones no tenemos otro procedimiento que entender la política como un modo de orientar el autogobierno del pueblo. Esto no puede conseguirse a base de órdenes, pero que sería muy irresponsable abandonar a una supuesta espontaneidad social.

Pensar el futuro
La conversación pública está demasiado dominada por el presente y se evitan las medidas que se deben tomar pensando en el futuro. Un ejemplo, la reforma de la seguridad social. ¿Es un fenómeno novedoso?
Nunca había habido sociedades con tanta capacidad de condicionar el futuro de las próximas (e incluso lejanas) sociedades y eso plantea problemas de legitimidad. El futuro no puede ser el basurero del presente, donde depositamos irresponsablemente problemas que no queremos resolver ahora, ni podemos vivir a costa de las generaciones futuras.
¿Es realmente dramática la deriva democrática? ¿Está en riesgo la existencia de la democracia?
En mi último libro (La libertad democrática) llevo la contraria a quienes insisten en la fragilidad de la democracia. Es cierto que es una construcción política que experimenta avances y retrocesos, que no tiene asegurada su inmortalidad. Se mantiene en pie sobre una cultura política que requiere cuidado, protección y virtudes cívicas. Con esto no quiero decir que las democracias no empeoran ya como consecuencia de un golpe de Estado, sino de una forma más sutil y, tal vez por ello, más inquietante.
Convivencia democrática
¿Puede ahondar en esa novedad peligrosa?
Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esos quiebres brutales sino otras formas inéditas de degradación. Por muy preocupantes que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de prefascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente.
Su función como filósofo es problematizar un tema y ayudar a visualizar su importancia. Igual le pregunto: ¿cómo empezaría a salvar a la democracia?
Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representan los sujetos particulares, su fortaleza aumentará en la medida en que construyamos instituciones que no estén demasiado condicionadas por quienes eventualmente las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder, sino fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes. Frente a la tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección.
Mejorar las instituciones
¿Cuál sería esa otra dirección?
Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes. Una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes.
¿Hay que pensar más en las instituciones que en los propios gobernantes?
Estos doscientos años de democracia han configurado una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias ha cristalizado en estructuras, procesos y reglas. Estos proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, que no está en las personas sino en sus componentes. De alguna manera esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio. Únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.
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