Transcurrida ya casi una cuarta parte del siglo XXI, se constata que muchos países en Iberoamérica han sido o son gobernados por actores políticos provenientes de la izquierda revolucionaria. Hace algunas décadas rechazaban absolutamente las reglas de la democracia liberal. Su repertorio de acción cambió de manera notable. Al tal punto, que abandonó la lucha armada para pasar a convertirse en fuerzas muy competitivas en el plano electoral. Lo que quizás sea más importante: estos actores de la llamada nueva izquierda latinoamericana demostraron su disposición para entregar el poder al perder una contienda electoral. Por desgracia, esta disposición a permitir la alternabilidad en el poder cuenta con varias excepciones, tales como Venezuela, Nicaragua o Bolivia. ¿Cómo se han producido estas reversiones autoritarias y qué opciones hay para detenerlas?
Elecciones y lucha armada
Con el desmoronamiento de la Unión Soviética sobrevino un importante cambio en el orden mundial. Los gobiernos y movimientos revolucionarios que durante décadas encontraron en Moscú a su principal socio y valedor quedaron súbitamente huérfanos. Sin el apoyo soviético, la revolución armada dejó de ser vista como un camino viable para alcanzar el poder. Mientras, las dictaduras militares fueron perdiendo también el respaldo estadounidense que recibían en el contexto de la Guerra Fría.
De este modo, la Tercera Ola Democratizadora, experimentada en buena parte de Europa y América Latina, dejó a la democracia liberal como the only game in town en casi todo Occidente. Mientras los militares volvieron a sus cuarteles, los diversos actores de la izquierda revolucionaria enfrentaron la necesidad de jugar bajo las reglas recién implantadas. Crearon nuevas organizaciones políticas dispuestas a medirse en el plano electoral. Promovieron asambleas constituyentes, auspiciaron diversas formas de movilización popular —aunque no siempre pacíficas— y con alguna frecuencia promovieron el surgimiento de liderazgos populistas. Esta reinvención de la izquierda revolucionaria ha sido notablemente exitosa en Iberoamérica. No solo por la vía electoral lograron desplazar a la socialdemocracia. También lograron alcanzar —y abandonar, lo que tiene su mérito— la presidencia en casi todos los países iberoamericanos.
La vocación totalitaria
Sin embargo, en algunos casos ese giro favorable a la democracia no se ha terminado de consumar. Antes, al contrario, las victorias electorales y los cambios realizados en el orden constitucional solo han servido para ejecutar un desmontaje progresivo de las instituciones propias de las democracias liberales. Los procesos constituyentes y demás iniciativas de gobierno han estado más bien orientadas a remover toda clase de límites y contrapesos constitucionales con el objetivo de perpetuarse en el control del Estado. Esto ha implicado el desconocimiento de la voluntad de los pueblos a los que dicen representar y la evidente destrucción del régimen democrático.
En Venezuela o Nicaragua, el control social ejercido por sus regímenes autocráticos es cada vez más férreo. En ambos países se ha detenido a cientos, incluso miles de personas por motivos políticos. Mientras, los candidatos de oposición son sistemáticamente vetados para competir en elecciones, a sabiendas de que su participación conllevaría la derrota de los autócratas. En Nicaragua, Daniel Ortega ha vuelto por sus peores. Llegó al extremo de detener, privar de nacionalidad, expulsar del país y expropiar de sus bienes a figuras destacadas de la oposición, incluyendo a sacerdotes. Por su parte, en la Venezuela de Nicolás Maduro se encuentra en proceso de aprobación una ley «antifascista» que contempla penas privativas de libertad para cualquier persona que según las autoridades promueva el «neoliberalismo» o el «conservadurismo moral».
No por casualidad los gobiernos autocráticos de Managua y Caracas son abiertamente solidarios con el de Moscú. El régimen de Vladimir Putin condena como «fascista» casi toda manifestación pública de oposición. La ley que tramita actualmente el chavismo-madurismo contempla, además, el desarrollo de mecanismos de cooperación internacional. En el marco de esta supuesta «lucha antifascista», la situación que resulta particularmente preocupante. Hace pocas semanas fueron asesinados en inciertas circunstancias el teniente venezolano Ronald Ojeda en Santiago de Chile y el capitán ruso Maxim Kuzminov en Alicante. Ambos eran militares disidentes de sus respectivos gobiernos.
Cooperación democrática versus cooperación autocrática
A veces, el común origen revolucionario de los gobiernos de la nueva izquierda latinoamericana parece complicar la posibilidad de que las prácticas autocráticas sean claramente denunciadas y rechazadas cuando las ejecutan antiguos camaradas. Por desgracia, no todos los gobiernos de la izquierda regional se muestran igualmente dispuestos a exigir el cumplimiento de los mínimos estándares democráticos a los vecinos cuando éstos se encuentran en la misma orilla ideológica.
La línea más clara al respecto corresponde, sin duda, al gobierno de Gabriel Boric en Chile. Siempre procuró hacer del respeto a los derechos humanos un eje de su actuación política. Incluso en los episodios más polémicos, su postura ha tendido a mantenerse en el tiempo. En un segundo plano se ubican mandatarios como Manuel López Obrador, Lula Da Silva o Gustavo Petro, quienes se lo piensan más a la hora de cuestionar a sus pares de Venezuela, Nicaragua o Bolivia, y ello cuando no relativizan sus conductas autocráticas. No obstante, sus distintos caminos no les impidieron entenderse de maravilla para crear una organización en la que esa polémica cohabitación persiste en el tiempo hasta convertirse en una marca de la casa.
Lo que realmente importa a todos dentro de este matrimonio es consolidar una hegemonía continental de izquierdas, donde los más respetuosos de la democracia cierran un ojo ante los desmanes que cometen sus colegas más brutales.