Al profesor Emilio Nouel
Hoy día es inescapable la necesidad de fortalecimiento del multilateralismo. Las instituciones globales contemporáneas emergieron de la constatación del fracaso de la política del equilibrio de poder entre las potencias verificada ante los hechos de las dos guerras mundiales del siglo pasado. Continúa vigente la necesidad de seguridad colectiva y no agresión en un mundo donde persiste la capacidad de destrucción nuclear y se profundiza el distanciamiento entre las superpotencias. Hemos asumido además objetivos comunes que requieren una atención colectiva: la erradicación de la inseguridad material y sanitaria —especialmente entre los sectores más vulnerables—, la superación de las asimetrías nacionales, la expansión educativa hacia nuevos modos de trabajo, la promoción de mayor igualdad entre los sexos, como herencia del desarrollismo de mediados de siglo pasado, potenciados por retos para toda la humanidad imposibles de enfrentar comprehensivamente por cada nación, como las migraciones, el tráfico humano y la crisis climática. Es decir, la sostenibilidad de la vida humana dentro del planeta.
A diferencia de las viejas ligas y alianzas, cuyos objetivos parciales estaban vinculados esencialmente a la razón de Estado, el multilateralismo exige para sí como principio la atención a valores compartidos trascendentes, asumiendo también la corresponsabilidad de la resolución de estos problemas globales. Sin embargo, esto también presume la admisión voluntaria, por cada Estado, de su soberanía a favor de la comunidad internacional y sus valores contingentes. Aunque la esperanza de algunos de los defensores del multilateralismo es que este mejore tanto la gobernanza global como la gobernanza interna —a fuerza de la aceptación de estos valores dominantes—a favor de la democracia, la tensión entre multilateralismo y soberanía, tanto popular como estatal, presenta una paradoja.
Por una parte, el carácter tecnocrático y distante de los sistemas multilaterales es fuente de desconfianza para audiencias domésticas, que pueden ser especialmente celosas de concesiones a políticas públicas globales, lo cual puede ser explotado por aquellos que denuncian el globalismo e intervencionismo del sistema, criticando a su vez los valores que promueve. Tómense como ejemplo las protestas en algunos Estados desarrollados por impuestos y medidas restrictivas ambientalistas. Por otro lado, la soberanía de los Estados —actores preferentes del sistema multilateral— muchas veces choca con los objetivos de los organismos multilaterales, al no aceptar plenamente su autoridad o jurisdicción, e incluso al interponerse entre las propuestas de desarrollo y bienestar de estos cuerpos y las demandas de la población. La relación de los Estados con el multilateralismo —especialmente si tienen un poder significativo— puede ser de una aquiescencia formal y de un desdén práctico. No es infrecuente que Estados autoritarios exploten su posición y bloques en los sistemas multilaterales para controlar la agenda de temas que pueden afectarlos directamente, como ocurre con el sistema de promoción de derechos humanos y países como Rusia, Irán, Cuba y Arabia Saudita.
Esta constatación no escapa a los proponentes más realistas del multilateralismo: limitando sus exigencias y reafirmando su necesidad: hay problemas demasiado urgentes para distraerse en diferencias ideológicas, y su atención redundará eventualmente en mejoras para la población, independientemente del sistema político imperante. Sin embargo, ¿puede haber una vida humana sostenible a nivel global sin democracia? Si la democracia presume la dignidad de los individuos que forman cada sociedad, ¿es posible mejorar sus vidas sin admitir sus derechos políticos?
Desde América Latina este es un tema particularmente relevante. Tras la marea rosa de las últimas décadas, la esperanza de avance democrático coronó, al romper el siglo, en la Carta Democrática Interamericana, especialmente diseñada contra la tradición golpista y militarista que había caracterizado a la región. Sin embargo, las crisis de la democracia en la década de los años dos mil fueron en su mayoría consecuencia de instituciones debilitadas y desprestigiadas, y de un electorado polarizado. El ascenso de un populismo a la vez reivindicativo y autoritario a partir de triunfos electorales, que ha sido el rasgo de este siglo, desde los ejemplos de Venezuela y Nicaragua hasta la emergencia del caso salvadoreño, ha puesto en evidencia cómo la fuerza de contención de los tratados regionales a favor de la democracia es poco eficaz. Más allá de este fenómeno, no es infrecuente que estos países demanden un nuevo multilateralismo que no solo siga siendo ineficaz, pero que además no los condene, lo cual a su vez refuerza el unilateralismo de países liberales.
¿Cuál ha de ser el rol de los gobiernos democráticos dentro de un sistema multilateral? Sería iluso pensar que se puede despachar la presencia e influencia de sistemas autoritarios en el necesario entramado de administración global; es imposible pensar en atender los problemas transnacionales sin países como China, entrelazada como está en todos los procesos contemporáneos. Es además debilitante para el prestigio de las democracias las denuncias de «colonialismo» e «hipocresía» cada vez que se advierten las acciones amenazantes de los países autoritarios dentro y fuera de sus territorios. Un modo de hacerlo es apelar a la racionalidad y no a la emoción. Mostrar las ventajas prácticas de las sociedades democráticas y reforzar —tras años de desconfianza— los lazos entre sus Estados líderes. Tanto la Cumbre por la Democracia, propuesta por el presidente norteamericano Joe Biden, como la Alianza por el Multilaterialismo, propuesta por Alemania y Francia, son pasos en ese sentido.
Sin embargo, para no caer en un ciclo de moralismo y denuncia, es preciso atender las faltas usuales de estos frentes democráticos: la credibilidad, que se debilita cuando la propaganda nacional oculta los problemas y las ambivalencias de las sociedades abiertas y sus sistemas políticos; la solidaridad, que se ve retada cuando potencias democráticas no hacen frente común en sus críticas a gobiernos autoritarios; y la inclusión, cuando se correlaciona la democracia con el Norte global y se deja de lado a importantes aliados democráticos —o al menos poco autoritarios— en los países emergentes de Asia, África y América Latina, cuyos sistemas son además mucho más frágiles y dependientes económicamente, exponiéndolos a la influencia autoritaria. La democracia no es un valor occidental, sino un propósito humano trascendente.
Compaginar el ideal democrático con el realismo político es un reto ante el cual la flexibilidad y el asidero moral de los sistemas políticos democráticos se pueden transformar de una debilidad presente a una fortaleza futura.