El último giro del peronismo

El último giro del peronismo

El movimiento fundado por Perón sigue cambiando, pero conserva su característica principal de catch all. Muchos sienten que los problemas se repiten. Se necesita liderazgo y templanza para bajar la temperatura y no volver a la época más sombría.

Por: Gonzalo Sarasqueta5 Sep, 2022
Lectura: 7 min.
El último giro del peronismo
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

«No sé si nuestra sociedad será bolchevique o fascista. A veces me inclino a creer que lo mejor que se puede hacer es preparar una ensalada rusa que ni Dios la entienda», decía el astrólogo en el libro Los siete locos, de Roberto Arlt (1929). Bastantes calendarios después, Juan Domingo Perón sacó tal designio de la ficción y construyó una fuerza política que incluyó desde socialistas, radicales y laboristas hasta conservadores y militares simpatizantes del Eje. El peronismo, un aparato de poder inédito en el país.

La elasticidad del peronismo se mantiene hasta hoy. En el Frente de Todos, nombre de la coalición gobernante en Argentina, comparten techo identidades de orígenes disímiles: nacionalistas, progresistas, neoliberales, conservadores y exguerrilleros, por citar algunas. Todo un movimiento catch all.

Claro que, a lo largo de la historia, esa versatilidad produjo conflictos. Por ejemplo, en los años sesenta y setenta, cuando la fuerza estaba proscripta y su líder exiliado, la palabra de Perón era interpretada por las organizaciones guerrilleras y, al mismo tiempo, por la burocracia sindical. Según sus intereses, cada bando moldeaba las líneas que emitía el caudillo desde la España franquista. Aprovechaban la distancia y los vacíos de aquel sistema comunicacional para legitimarse en Argentina. Perón lo sabía. Y no se oponía. Obviamente, también tenía sus ambiciones.

Hoy no existe el verbo de Perón como brújula. El Gobierno carece de un centro semántico. Cristina Fernández fue esa terminal de sentido durante bastante tiempo, pero sus problemas judiciales y la merma de su popularidad la desplazaron a un segundo plano. Alberto Fernández lo intentó, pero su circularidad y su obediencia hacia la vicepresidenta se lo impidieron. Queda Sergio Massa, el hasta hace poco socio menor de la alianza, que asumió a principios de agosto como ministro de Economía, Desarrollo Productivo y Agricultura, Ganadería y Pesca. Más corto: un superministro.

Un insider al rescate

Sergio Massa es la sinécdoque del peronismo. Como pocos dirigentes del espacio, sintetiza la plasticidad del movimiento. Dio sus primeros pasos en la UCeDé (partido ultraliberal fundado Álvaro Alsogaray), luego se mudó al justicialismo, acto seguido creó el Frente Renovador para enfrentar a Cristina Fernández y, años después, se alió con ella para ganar las elecciones presidenciales de 2019. Sin duda, una trayectoria zigzagueante.

Lejos de la indiferencia, la sociedad le cobró esa metamorfosis permanente. Hoy, la mayoría de los estudios demoscópicos lo posiciona como uno de los políticos peor valorados del país. Según la consultora Giaccobe & Asociados, Massa arribó al ministerio de Economía con un 68,1% de imagen negativa y un 9,1% de imagen positiva. Números que ponen de relieve el divorcio.

Sergio Massa

No obstante, algún optimista podría ver pragmatismo en vez de oportunismo. Massa trae sentido común, diálogo y acuerdos. De hecho, esta es una de las hipótesis para explicar las reacciones positivas del mercado ante su desembarco. Al fin, alguien que viene a coser el sistema. Un insider para acomodar la casa. Paradojas de la política: el palacio lo abraza, la calle lo rechaza.

El peronismo es competitivo cuando tiene pulido el vértice superior de su pirámide. Es un dispositivo que se ordena desde las alturas (no desde el llano). Su eficacia descansa en dos activos de hormigón: autoridad del líder y lealtad del resto. Sin ellos, la diversidad se convierte en contradicción, la unidad en faccionalismo y el músculo social en caos. Invirtiendo el aforismo de Perón: «El tiempo vence a la organización».

Entre la mitología y una realidad inflamable

—Ocúpese de esa mujer, coronel —ordena el presidente provisional Eduardo Lonardi.

—Disculpe, mi general. No he comprendido bien. ¿Qué significa ocuparme? En circunstancias normales, sabría qué hacer, pero esa mujer…ya está muerta —responde sorprendido Moori Koenig.

—No queremos que esa mujer se convierta en una santa. Conviértala en una muerta como cualquier otra —interviene categóricamente Pedro Eugenio Aramburu, otro de los artífices de la autodenominada Revolución libertadora que, en septiembre de 1955, derrocó a Perón.

El diálogo pertenece a Santa Evita, la serie dirigida por Rodrigo García (2022) basada en el libro homónimo de Tomás Eloy Martínez (1995) que narra el secuestro del cadáver de la representante de los descamisados. Una producción cinematográfica que mezcla realidad con ficción, hechos con visiones, historia con literatura, para dotar de una trama creíble y coherente a uno de los misterios más oscuros de la Argentina reciente.

Pero más allá de su ingeniería, el gran trabajo del hijo de García Márquez pone sobre la mesa una cuestión esencial: sea por atrocidades ajenas o necesidades propias, el peronismo siempre vivió amarrado a los mitos. Ha cruzado la historia argentina con un relato que basculó entre lo mágico y lo verídico. En ese maridaje se encuentra una de las claves de su longevidad. Fórmula narrativa que primos regionales, como el APRA peruano, el MNR boliviano o el varguismo brasileño, no pudieron fraguar.

El problema es que ese mecanismo fantástico e hiperbólico colisiona contra el ajuste que exige el presente (y el FMI). Por citar algunas estadísticas preocupantes: se espera que el 2022 cierre con una inflación cercana al 100%; el dólar libre orilla los 290 pesos (tiene una brecha cambiaria con el dólar oficial que ronda el 100%); y una deuda externa que representa el 32,1% de su PBI. Tiempo de arreglar las cuentas. Y, en política, épica no conjuga con orden.  

Cristina Fernández de Kirchner Fuente El País

Este plot posibilista incomoda a Cristina Fernández. Cercada por las cifras de pobreza, desempleo y desigualdad, su narrativa acampa en la esfera judicial, lejos de la cocina de la gestión. Con el pedido del fiscal Diego Luciani de 12 años de prisión e inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos por la causa Vialidad, el kirchnerismo entró en una pulseada contra la justicia. Siempre debajo del paraguas teórico del lawfare. A todo o nada. Un conflicto filoso para la democracia criolla que, además, contuvo la respiración cuando un fanático intentó asesinar a la expresidenta en la puerta de su domicilio. Por suerte, el magnicidio no se concretó. Hubiese sido una tragedia para todo el país.

Frente a esta realidad inflamable, Massa intenta inyectarle gris a la gestión. Teje y reteje redes con todos los actores que Cristina Fernández y sus seguidores critican diariamente: sector agropecuario, empresarios, Estados Unidos y organismos multilaterales. Son dos fuerzas que actúan en simultáneo: una centrípeta que acerca y otra centrífuga que aleja. ¿El resultado? Un Estado paralizado.

Un país déjà vu

Argentina no se baja de la cornisa. Otra vez, vértigo. El atentado contra la vicepresidenta es una prueba fehaciente del momento delicado que atraviesa la nación austral. A la crisis económica se añade una tensión social y política inédita desde el regreso a la democracia en 1983. Más que nunca, se necesita liderazgo y templanza para bajar la temperatura y no volver a la época más sombría.

El país continúa estaqueado a problemas del siglo XX. Rondan pocas propuestas ante los desafíos actuales. Mucho menos, un proyecto vertebrador y aspiracional; solo retazos para sortear el día a día. La crisis como estilo de vida. Argentina se ha convertido en un país déjà vu, donde la gente tiene la extraña sensación de que ya sufrió la mayoría de los problemas. Algo de cierto debe haber. Como expresaba el ingenio de Borges: una patria que «tiene todo el pasado por delante».

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Gonzalo Sarasqueta

Gonzalo Sarasqueta

Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid. Investigador asociado del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales (ICPS) de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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