El 21 de septiembre de 2021 todavía existía Twitter. Ese día Nayib Bukele, uno de los políticos con mayor cantidad de seguidores, al menos en Latinoamérica, cambió su descripción: “El dictador más cool del mundo mundial”. A primera vista se podría interpretar como una burla hacia sus detractores. Sin embargo, la frase oculta algo más. Se trata de un mensaje que marca un cambio en algunas elites políticas actuales que consideran a las tendencias autoritarias como mecanismos viables para defender sus posicionamientos.
En otras palabras, la legitimidad obtenida a partir de la expresión ciudadana mediante elecciones pasa a convertirse en un axioma irrefutable e indiscutible en el tiempo. No hay lugar para los díscolos, no se acepta la presencia de una oposición o medios de comunicación críticos. El pensamiento debe estar alineado a lo que decide y propone el presidente.
Estamos en presencia de un radicalismo político. Erosiona el valor de la democracia al despreciar sus instituciones: los contrapesos del poder y sobre todo la libertad de pensar diferente al gobierno. Ante este escenario resulta contraintuitivo el crecimiento del apoyo hacia fuerzas políticas que adhieren a ese radicalismo. En diferentes países las propuestas radicalizadas, polarizantes y excluyentes ganan adeptos. Y, con ello, los partidos tradicionales quedan desplazados. Algunos hasta se plantean un falso dilema: desaparecer o copiar el discurso de confrontación al máximo. El resultado son sociedades divididas y sin puntos de reconciliación. ¿Por qué hay una preferencia a votar estas opciones políticas en lugar de apoyar partidos que busquen el consenso?

Atracción fatal
Hay un denominador común entre las causas que llevan a un partido radicalizado al poder: la frustración con los partidos tradicionales. Se puede afirmar que esta es una condición necesaria para que un electorado prefiera votar algo novedoso, más allá de sus propuestas concretas. Ya sea por corrupción, desencanto o falta de respuestas ante una crisis, la frustración ante la oferta política suele estar entre los disparadores de la aceptación de un nuevo liderazgo.
Ejemplos de ello es la aparición de fuerzas como la que actualmente gobierna en Argentina. El presidente Javier Milei, durante su campaña electoral, sostenía un discurso disruptivo que planteaba una serie de medidas extremas para terminar con “la decadencia de Argentina”. Se hablaba de la eliminación del Banco Central, la eliminación de varios impuestos, un recorte radical del Estado, la libre portación de armas y la ruptura de relaciones internacionales con diversos países. De hecho, el símbolo de su propuesta se sintetizó en una motosierra con la que cortaría lo que fuera necesario cortar.
Sin embargo, el sustento de esa propuesta no era más que ese discurso. Su fuerza política llevaba apenas dos años activa y otro tanto constituía su experiencia política como diputado nacional. Las dudas sobre las posibilidades de implementar semejante programa político, su viabilidad y hasta su conveniencia estaban presentes. Pese a todo, Milei se impuso en segunda vuelta y consiguió la Presidencia. El electorado prefirió arriesgarse a una propuesta desconocida, arriesgada y con efectos inciertos, antes que volver a apostar por lo anterior. Su frustración fue más fuerte.

El “otro social”
La desconfianza en los partidos tradicionales activa el relato de “indignación moral” que señala el académico Pierre Ostiguy. Los líderes radicalizados lo aprovechan eficientemente. Dicho relato argumenta la existencia de un “pueblo” que no es escuchando por su clase dirigente, que solo se ocupa de defender los intereses propios y de ciertas minorías. Allí es donde ingresa el discurso populista, que combina el sentimiento antiestablishment con la construcción del “otro”.
La construcción de un “otro social” es útil para condensar el descontento y aprovecharlo políticamente. Para la politóloga María Esperanza Casullo y Ostiguy, ambos expertos en populismo, es un elemento clave en la narrativa populista. Representa a aquellos grupos que son señalados como enemigos o amenazas, incluso competidores por los recursos disponibles. A través del “otro social” se canaliza la ira del pueblo en un adversario fácilmente identificable.
Puede variar según el contexto y la posición ideológica. Los autores señalan, por ejemplo, que para sectores de izquierdas ese otro social apunta “hacia arriba”. Es decir, contra el poder económico, las grandes corporaciones o la casta política. En cambio para las derechas, ese elemento narrativo se dirige hacia “afuera” o hacia “abajo”. Se orienta a poblaciones vulnerables o consideradas foráneas, como migrantes, que serían protegidas de la elite. En los últimos años las expresiones derechistas también han incorporado a la casta política a su lista. Refiere a políticos ubicados en las antípodas ideológicas y también a los centristas o conservadores considerados traidores y cómplices de la supuesta decadencia.
En cualquier caso, el ataque al “otro social” se ha radicalizado a tal punto que la propia lógica narrativa lleva a conclusiones dramáticas. Se suele hablar de “colgar” a los políticos ineptos o corruptos, así como de la necesidad de expulsar o incluso eliminar a esa supuesta amenaza para impedir una pérdida mayor. Esta última puede representar aspectos muy concretos y materiales como los recursos estatales, el empleo disponible o la vivienda. También puede referirse a símbolos y abstracciones como la identidad cultural o nacional en un país determinado. El peso emocional del segundo grupo es un elemento movilizador muy potente ya que se conecta con la propia definición de la identidad personal de un ciudadano.
¿Tolerancia a comportamientos autoritarios?
Ante crisis económicas, recurrentes en nuestras latitudes, la propuesta radicalizada se ha constituido como una alternativa a los partidos preexistentes. El crecimiento de su apoyo social se sostiene en el hartazgo generalizado, la indignación moral y la inteligente narrativa excluyente. No se trata de su contenido, sino de haber logrado que sea percibida como una válvula de escape ante la desesperación.
Es importante comprender que en la aceptación de su relato también se asume una tolerancia a comportamientos autoritarios. En pos de un supuesto beneficio mayor, o en este caso, de eliminar viejas injusticias, se admiten actitudes que están por fuera del marco democrático más básico. Perseguir a la oposición y la prensa, tildar de enemigos del pueblo a cualquier crítico, avanzar sobre la justicia y reformar convenientemente la constitución son algunas de las prácticas radicales que los nuevos partidos, movimientos y fuerzas políticas están aplicando en todo el mundo. Y el problema es que esa tendencia nos puede llevar a tener cada vez más “dictadores cool”.