El voto juvenil ha sido históricamente considerado un termómetro del cambio cultural y político. Las elecciones de 2024 en Estados Unidos dejaron un dato incómodo que debería abrir un debate profundo: una parte significativa de los jóvenes latinos —sector que muchos daban por seguro para la democracia— votó por Donald Trump, un líder que ha construido su proyecto político sobre un discurso abiertamente hostil a las minorías. Lo que parecía impensable hace apenas unos años terminó por confirmarse: los jóvenes se han convertido en un blanco estratégico de los proyectos autoritarios, que buscan resetear la cultura desde adentro.
Los números hablan con crudeza. En 2020, apenas un 32% de los latinos apoyaron a Trump. Cuatro años después, esa cifra saltó al 45%. Entre los jóvenes hombres latinos menores de 40 años, el apoyo llegó al 48%. Además, por primera vez una mayoría de hombres latinos, el 55%, le dio su voto. Según AP VoteCast, cerca de la mitad de los jóvenes latinos respaldaron a Trump, mientras que la otra mitad se inclinó por Kamala Harris. La brecha se redujo a márgenes que hace cuatro años eran impensables.
Pero este fenómeno no es exclusivo de EEUU. En Europa, Giorgia Meloni en Italia, Viktor Orbán en Hungría o Marine Le Pen en Francia han construido un relato atractivo para sectores juveniles. Prometen de identidad nacional frente al multiculturalismo, seguridad frente al miedo y certezas frente a la incertidumbre. Los tres líderes comprendieron que para garantizar su permanencia debían cautivar a los jóvenes y ofrecerles un sentido de pertenencia en medio de la crisis de representación.
Populismos que llenan vacíos
En América Latina, el chavismo, aunque más ortodoxo y menos estratégico, también ha buscado acercarse a la población juvenil. Con programas como Chamba Juvenil o la creación del partido Futuro Venezuela, Nicolás Maduro buscó ofrecer una narrativa de movilidad social y reconocimiento simbólico para las nuevas generaciones. En realidad, eran mecanismos de control político y cooptación ideológica. Igual que en Europa o en Estados Unidos, la estrategia fue clara: ocupar el terreno cultural y político que la democracia descuidó. En Colombia, el candidato Daniel Quintero habla de resetear la política y llamar a una constituyente, porque la actual Constitución no ha permitido desarrollar las reformas sociales.
Frente a esto, surge una pregunta inevitable: ¿por qué jóvenes abrazan proyectos que restringen derechos y debilitan instituciones? La respuesta está en la mezcla de frustración social y narrativa política. Los autoritarismos ofrecen certezas rápidas en tiempos de precariedad: orden frente al caos, autoridad frente a la fragmentación, identidad frente a la diversidad. Donde la democracia aparece como lenta, ineficaz o distante, los populismos llenan el vacío.
Generación sin memoria democrática
Sin embargo, hay un elemento que rara vez entra en la discusión: la memoria democrática. Los jóvenes que hoy votan contra la democracia. Olvidan —o desconocen— que su generación ha tenido más oportunidades que la de sus padres gracias, precisamente, a los avances democráticos. Chile es un ejemplo claro: durante tres décadas de transición, el país multiplicó su ingreso per cápita, amplió el acceso a la educación y redujo drásticamente la pobreza. Colombia es otro caso: pese a la violencia y las desigualdades, las últimas dos décadas consolidaron una clase media creciente, una cobertura educativa inédita y un acceso a derechos básicos que antes eran impensables. Y, sin embargo, en ambos países, miles de jóvenes votaron en contra de los consensos democráticos que hicieron posible esos avances.
El riesgo es que, sin memoria, los autoritarismos logren reescribir la historia y vender como novedad lo que en realidad es un retroceso. No se trata de negar las deudas de la democracia —corrupción, desigualdad, exclusión—, pero sí de recordar que incluso con sus imperfecciones ha sido el único sistema capaz de garantizar movilidad social, libertades individuales y pluralismo.
Hoy, más que nunca, la democracia necesita reconstruir un vínculo con los jóvenes. Eso exige tres cosas: políticas concretas que respondan a sus necesidades reales (empleo, educación, participación digital), una narrativa que reivindique los logros democráticos y una apuesta por la memoria como antídoto frente a la manipulación autoritaria.
La defensa de la democracia en sociedades plurales no pasa solo por reformas institucionales, sino también por recuperar la narrativa democrática, reconstruir la memoria intergeneracional y ofrecer a los jóvenes un horizonte real de oportunidades. De lo contrario, el reseteo cultural propuesto por los autoritarismos podría borrar décadas de avances sociales y democráticos.