Musk y el ágora digital

Musk y el ágora digital

La confluencia de poder individual y espacio digital en la compra de Twitter de parte de Elon Musk merece atención. Si uno de los titanes de hoy puede decidir sobre una plataforma tan influyente, ¿podrá eso afectar la democracia contemporánea?

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Musk y el ágora digital
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

Las redes y la esfera pública

Una lectura superficial de la reacción a la compra de Twitter por el magnate, creador y personalidad canadiense-sudafricana Elon Musk parece indicar que se trata de la invasión de hordas bárbaras o, peor, de vulgares comerciantes, a los sagrados y neutrales espacios del ágora ateniense. Pero ¿es que acaso han sido eso las redes sociales?

La formación de la era digital y la sociedad red no es el primer momento en que la interacción de medios, la tecnología y la interacción entre información y opinión retaron antiguas formas de socialización. Desde el advenimiento de la imprenta, y con la industrialización y la cultura de masas, la relación entre poder y mecanismos de comunicación colectiva ha sido un hecho dado.

La competencia de grandes medios por lectores y por anunciantes fue crucial para empujar los avances tecnológicos de la era. De Pulitzer y Hearst con sus prácticas de escándalo, pasando por la era de las grandes instituciones mediáticas de referencia en prensa y televisión privadas o públicas alrededor de las cuales se instituyeron los estándares tradicionales, a los tiempos de la hipersegmentación de mercados y conglomerados privados de comunicación global liderados por figuras como Turner, Murdoch y Bloomberg.

La internet no creó el amarillismo, ni la crisis del mundo impreso, ni la multiplicación de escándalos, ni el ciclo noticioso de veinticuatro horas, pero coincidió con un proceso de debilitamiento de los medios tradicionales. Esto lo reconocemos en la reticencia que nos produce la incidencia en medios de Jeff Bezos, con su compra del Washington Post con la fortuna de Amazon; o de Mark Zuckerberg, cuyos algoritmos determinan la dinámica de millares de medios de comunicación desde plataformas como Instagram, Facebook y WhatsApp.

El proceso de debilitamiento de los medios tradicionales y sus guardianes periodísticos, y con esto de sus estándares de moderación editorial, venía ocurriendo desde el siglo pasado. Sin embargo, la promesa de una nueva era de participación y transparencia que vendría con la red hoy es juzgada retrospectivamente como un error de vieja candidez.

Los nuevos medios son plataformas de contenido estructuralmente acomodadas hacia el escándalo y la polémica. La adicción de estímulos inmediatos, promovidas por incentivos económicos de rentabilidad publicitaria en un mercado de audiencia precario: indígnate y cliquea.

Imagen: Shutterstock

La apuesta de Musk

Justamente, el episodio de Musk revela eso con crudeza. En primer lugar, desnuda el hecho de que uno de los más influyentes espacios digitales no es un lugar público de encuentro de individuos, sino que es —siempre ha sido— una empresa privada susceptible de ser adquirida, dividida y disuelta.

Sin duda, Twitter es intelectual, política y periodísticamente influyente, y determina con el aporte de sus millones de usuarios, de todas las esferas de la vida, el tono y la agenda coyuntural de la conversación global: ser tendencia y marca es más que un medio, es una meta.

Pero se trata, además, de una empresa económicamente vulnerable: aunque Musk ha comprado Twitter por un monto casi doscientas veces mayor que el que Bezos necesitó para adquirir el Post, esta plataforma es una pequeña empresa de baja rentabilidad. Creada por Jack Dorsey, Noah Glass, Biz Stone y Evan Williams como una herramienta de mensajería instantánea y microbitácoras, no ha funcionado con toda la potencialidad de negocios y participación como red social que tienen algunas empresas similares. Cuenta con poco menos de 500 millones de usuarios mensuales, frente a los 2.500 millones de YouTube o los 3.000 millones de Facebook, por no hablar de Instagram, TikTok, WhatsApp y muchas otras, circunstancia a la que se suma una historia de pérdidas financieras en la última década y media.

Esto hace que la colosal ingeniería financiera de la oferta hecha por Musk sea también paradigmática de nuestro tiempo. Uno de los hombres más ricos del mundo no podía simplemente hacer una transacción personal por 45.000 millones de dólares, atada su fortuna a los designios de los accionistas de sus múltiples empresas: consiguió armar un portafolio de complejos créditos bancarios de parte de instituciones transnacionales como Morgan Stanley, Bank of America, Barclays, MUFG, Société Générale, Mizuho Bank y BNP Paribas, y presentó además como colateral sus propias acciones en Tesla, compañía que sufrió pérdidas en la bolsa tras el anuncio de la adquisición. Con todos sus problemas financieros previos, la compra impone sobre Twitter una carga de acreedores que se prolongará por años. ¿Por qué, entonces, asumir este riesgo?

Aquí debemos pensar en lo que mueve a una figura como Musk. No se trata de un mero empresario, no solo por la escala de su fortuna, sino por la impresión de su personalidad que le llevó a ser declarado «persona del año» por la revista Time en 2021.

Educado en física y economía, es un promotor audaz de innovaciones en tecnología de punta: interacción comercial digital sin intermediación bancaria con PayPal, vehículos eléctricos y automáticos con Tesla, viajes espaciales y colonización interplanetaria con SpaceX, inteligencia artificial y neurociencia con Neuralink, energía y minería con SolarCity, Tesla Energy y Boring Co. Se trata de emprendimientos y adquisiciones que pueden impactar positivamente el futuro de la humanidad, empujando hacia avances necesarios que la estructura de empresas tradicionales en esas industrias puede inhibir. Sin duda, Musk cruza constantemente la delgada línea que separa el liderazgo inspirador de la megalomanía.

Imagen: Guillermo Tell Aveledo

Temores y riesgos

Esto es así porque Musk suscita dudas con respecto a su madurez y templanza, dado su gusto por polémicos llamados de atención y controversiales opiniones fuera de sus áreas de conocimiento técnico. Sobre el coronavirus, criptomonedas, los derechos de los transexuales, las protestas de camioneros en Canadá, el feminismo, la familia y el decaimiento demográfico, sin pararse en barras para poner en duda los criterios de figuras de autoridad pública. En sí mismo, esto no debe llamar a escándalo, ya que todos deberíamos gozar de esta libertad. Pero la posición de Musk es peculiar: no solo tiene decenas de millones de seguidores, sino que además es un usuario activo de la plataforma, con un tono entre irreverente y desfachatado que imprime a sus numerosas apariciones públicas. ¿Qué puede hacer Musk, como dueño de Twitter, que no haya hecho ya? ¿Ha estado inhibido?

El objetivo ostensible de la operación de Musk presenta dos ámbitos de cambio: sobre el modelo de negocios de la plataforma y sobre su dirección editorial. Sobre lo primero, apunta a un modelo de suscripción que obligue al menos a las cuentas de mayor alcance y seguidores a pagar por los servicios de la herramienta. Sobre lo segundo, ha prometido la eliminación de cuentas de bots y otros medios de propagación masiva automática, la imposición de un algoritmo más transparente. Estos procesos podrían llevar, en teoría, a disminuir las tendencias extremistas, de desinformación y discurso de odio que para muchos caracterizan a la plataforma, ante las cuales sus dueños anteriores buscaron eliminar de manera individual, bloqueando a usuarios como Donald Trump o cuentas vinculadas con la conjura de QAnon.

Un modelo tecnológicamente complejo y económicamente costoso, desvinculado de la publicidad, filtraría a usuarios comunes y corrientes y haría menos atractivo el extremismo. Para algunos críticos, esta es una promesa mendaz: al pintarse como campeón absoluto de la libertad de expresión, Musk suele polemizar con quienes presenta como ilegítimos guardianes de la opinión: ya la hipocresía liberal o el progresismo woke. Su heterodoxia lo ha llevado a utilizar, como usuario de Twitter, métodos posmodernos de comunicación, como los memes, que suelen ser identificados con el autoritarismo de derechas, aunque Musk pueda ser más bien identificado con el utopismo libertario anarcocapitalista que caracteriza a los líderes tecnológicos.

Sin llamarnos a engaño, los millones de usuarios de la internet, y específicamente de las redes sociales, debemos reconocer que no son espacios públicos imparciales y objetivos, sino que son compañías con naturales sesgos editoriales. No hay realmente medios digitales públicos, siendo que las plataformas estatales se encuentran mediadas por su interacción dentro de las herramientas que dominan la red y compiten ya de entrada con una enorme desventaja.

No deja de ser paradójico que, si bien la internet creció desde los laboratorios con subsidios estatales, hoy se proyecta en pantallas privadas tras crecer en una era de regresión gubernamental. Hoy, la arquitectura libre de internet depende justamente de esa constatación.

Con todo, la influencia de las redes sociales, hoy tan criticada, depende del contexto. Sin duda la desinformación y el extremismo son elementos que pululan en estas plataformas; pero ellas sirven también para la propagación de mensajes e interacción de individuos contrarios a los poderes establecidos, a veces como única herramienta frente a gobiernos autoritarios.

Esta esperanza acrecienta la incertidumbre provocada por las acciones de Musk: no hay realmente alternativas viables donde millones de personas, especialmente en contextos autoritarios, puedan construir redes y relaciones de la noche a la mañana si Twitter desaparece por los errores o la voluntad de unas pocas, aunque titánicas, personalidades.

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Guillermo Tell Aveledo Coll

Guillermo Tell Aveledo Coll

Doctor en ciencias políticas. Decano de Estudios Jurídicos y Políticos, y profesor en Estudios Políticos de la Universidad Metropolitana de Caracas.

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