Un día después de que Elon Musk anunciara la compra de Twitter por 44.000 millones de dólares, se hizo evidente que no era el liderazgo más adecuado para una red social que, más que una empresa tecnológica, es un poderoso instrumento del debate público en una democracia.
Esta ágora digital no debería gestionarse como si fuera una compañía privada de automóviles eléctricos o de servicio de viajes de civiles al espacio. Su papel como caja de resonancia de los asuntos de interés público —nacionales y mundiales— exige reglas a favor del fair play en el ciberespacio.
Ello supone ciertas garantías a favor de una red social que contribuya a alimentar una conversación pública que sea benéfica para los ciudadanos-usuarios y anime la rendición de cuentas de gobiernos y corporaciones, en lugar de la manipulación que distorsiona la verdad o se presta a favorecer intereses particulares, y que se aleja de lo justo cuando viraliza un veneno que descompone la convivencia social.
A dos meses de tomar el timón, el magnate sudafricano de ciudadanía estadounidense, de 51 años, ni siquiera ha sido capaz de captar anunciantes, pese a generosos incentivos, y menos aún inversionistas. Twitter, que perdió 221 millones de dólares en 2021, se estima que podría sumar otra reducción de cuatro mil millones de dólares anuales. Y en ese escenario, 72 de sus 101 principales anunciantes bajaron la publicidad en los últimos meses.
Su gestión errática ha dejado demasiados rastros en poco tiempo. De absolutista de la libertad de expresión a emplear medidas restrictivas arbitrarias o por lo menos poco transparentes: censura a las cuentas de periodistas o de tuiteros que informaron sobre la ubicación de su jet privado; limitaciones a expresiones en broma que potencialmente pueden afectar la imagen de marcas (auspiciantes) importantes; intento de prohibir la promoción de sitios de redes sociales externos como Facebook e Instagram.
Junto a todo ello sumó otros yerros como el plan para introducir el pago por la verificación de cuentas; el despido de alrededor del 50 % de sus 7.500 empleados; la disolución del Consejo de Confianza y Seguridad, compuesto por grupos de la sociedad civil organizada, que velaba por el cumplimiento de políticas regulatorias sobre los discursos de odio; clausura por sí y ante sí de acuerdos con terceros para el combate a las fake news, cuyo primer herido de muerte ha sido la información certera sobre las vacunas u otras medidas sanitarias contra el COVID-19; y vestirse con un traje trumpista en una campaña negativa contra Anthony Fauci, la cara de la ciencia de la salud en el combate al coronavirus pandémico.
Musk aumentó la incertidumbre sobre el papel de Twitter y reavivó el debate sobre cómo se gestiona la tensión entre la libertad de expresión y el control o censura en torno a los contenidos de rechazo o violencia hacia el otro.
Su enfoque arbitrario —y probablemente el contenido de su cuenta de Twitter— lo ha dejado en la mirilla de las autoridades de Estados Unidos y la Unión Europea, que temen que la plaza digital común que prometió sea en realidad una amenaza a la democracia.
¿Por qué es conflictivo y desestabilizador en Twitter un liderazgo egocéntrico o caprichoso como el que ejerce el CEO de Tesla y fundador de SpaceX?
La era de las redes
Musk dirige la red social como si se tratara de la compañía de automóviles eléctricos Tesla, una empresa de tecnología de punta, que desafía a la ciencia ficción, muy identificada con la personalidad de su mentor. Se pavonea por Twitter desde donde hace alarde de su inventiva tecnológica, apoyado más en su intuición que en las investigaciones maduras de las grandes corporaciones.
Pero Twitter, una empresa privada y plaza pública a la vez, no puede funcionar debidamente con el juicio de un Iron Man; requiere de otra lógica organizativa.
Una red social clave en la conversación digital necesita de las ideas compartidas, de la innovación e investigación, de normas estatales, y de una gestión mediante redes digitales de intercambio y colaboración entre personas.
El desafío es enorme, pero muy necesario: pensar una organización acorde al «progreso en la era de las redes», como propone el escritor científico estadounidense Steven Johnson, que nunca es un triunfo individual ni se desenvuelve con éxito con un héroe narcisista al estilo Musk, y donde el Estado no debería ser prescindente.

El ciudadano libre
Una organización de redes con el objetivo de garantizar en el entorno digital un principio esencial de una sociedad democrática: la libertad de pensamiento y expresión, como reconoce el sistema interamericano de derechos humanos. Comprende «la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección» e incluye a internet.
Y acompañada de un conjunto de principios orientadores para hacer efectiva dicha libertad: 1) el acceso a internet; 2) garantías para el pluralismo de voces en la conversación pública digital; 3) la no discriminación; y 4) el respeto a la privacidad de las personas, lo que significa que nadie puede ser objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida personal ni recibir ataques a la honra o reputación.
Es decir, que la libertad necesita un marco jurídico que la proteja y le establezca unos límites básicos y bien claros, que no se deberían traspasar.
Desde la perspectiva de la libertad, el acceso a internet y el derecho a la comunicación y a la información en la red significan, releyendo a Hannah Arendt, «la admisión en el ámbito público y la participación en los asuntos públicos» de todos los ciudadanos por igual.
Estamos muy lejos de un ciberespacio republicano, de derechos a la participación y comunicación de sujetos políticamente responsables de una comunidad de personas libres e iguales y que fomente el entendimiento.
La realidad es que ni bajo la gestión de Musk ni la anterior de los fundadores de Twitter se ha limpiado la carretera de un lodo que perjudica «el espíritu liberal del ciudadano libre».
Por falta de compromiso, ideas equivocadas o falta de expertise, lo cierto es que la red social no ha podido sortear con éxito enormes problemas de la contemporaneidad como significan el nacimiento de la posverdad que le facilita el camino a las fake news.
Las raíces de la posverdad
Creer que las vacunas contra el covid-19 provocan autismo o son un instrumento manipulador de Bill Gates es lo que podría volver a alimentar la discusión de Twitter por decisiones empresariales de Musk.
Y eso justamente es la esencia de la posverdad: un hecho alternativo que se difunde por redes sociales con una capacidad infinita de llegar hasta los sitios más recónditos.
Es más que la mentira clásica, siempre presente en la historia de la humanidad, por la eficacia comunicativa que se logra con un celular en la mano. Y, además, por el convencimiento de que «la verdad no es sino una forma muy perversa e insidiosa de prepotencia, que no solo atenta contra su amor propio personal, sino que trata de dominar y engañar a la humanidad y sobre todo a los desheredados», al decir del filósofo italiano Maurizio Ferraris. La posverdad se convierte entonces en «equivalencia y liberalización de las opiniones».
La noción es nueva pero sus raíces vienen del siglo XIX, del principio de Nietzsche de que «no existen los hechos, solo las interpretaciones», y que se alzó en el posmodernismo con la peligrosa ilusión de creer que siempre tenemos la razón, «en cualquier circunstancia e independientemente de que la historia o la experiencia la pudieran desmentir».
«¿Qué clase de mundo o, simplemente, qué clase de democracia podría ser aquella en la que fuera aceptada la regla de que “no existen los hechos, solo las interpretaciones”»?, se pregunta con razón Ferraris.
Y no es un constructo de escritorio, sino un fenómeno mundano, cristalizado, por ejemplo, en el universo digital de Trump en la Casa Blanca, en cuyo período de gobierno sumó 30.573 falsedades, con un promedio de 21 afirmaciones erróneas por día, cada una de ellas probablemente convertida en un tuit.
El drama de la democracia contemporáneo es que gobernantes, líderes y hasta ciudadanos de a pie toman decisiones cívicas y distorsionan la discusión pública (la posverdad se desenvuelve siempre en la vida pública) sobre la base de enunciados de valores o preferencias de modo de vida que convierten en verdades de hechos o situaciones, ignorando por completo que, ante un acontecimiento, existe una verdad y una falsedad.
Cuando Musk anunció la compra de la red social escribió en un tuit que «el pájaro es libre», en alusión al logo de esta compañía de microblogueo. Pero, por ahora, el pájaro solo da vueltas en una jaula de oro.
Bibliografía
Arendt, Hannah. (2018). La libertad de ser libres. Taurus.
Baggini, Julian. (2004). Más allá de las noticias. La filosofía detrás de los titulares. Cátedra.
Bauman, Zygmunt. (2006). Libertad. Losada
Da Silveira, Pablo. (2000). Política & tiempo. Hombres e ideas que marcaron el pensamiento político. Taurus.
Johnson, Steven. (2013). Futuro perfecto. Sobre el progreso en la era de las redes. Turner Noema.
Habermas, Jürgen. (1999). La inclusión del otro. Estudios de teoría política. Paidós
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