La incierta huella de China en América Latina

La incierta huella de China en América Latina

El desembarco de China en América Latina cumple más de dos décadas. Con esa visión de campo, se hace evidente que los beneficios de su presencia quedan eclipsados por el impacto socioambiental y otros efectos negativos. Frente al discurso optimista de las élites, el riesgo de la región con China es caer en la dependencia económica y en la subordinación política.

Por: Juan Pablo Cardenal8 Feb, 2024
Lectura: 16 min.
La incierta huella de China en América Latina
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

El desembarco de China en América Latina cumple más de dos décadas. Con esa visión de campo, se hace evidente que los beneficios de su presencia quedan eclipsados por el impacto socioambiental y otros efectos negativos. Frente al discurso optimista de las élites, el riesgo de la región con China es caer en la dependencia económica y en la subordinación política.

Si algo ha traído el nuevo mundo surgido de la pandemia es el final de la globalización tal cual la entendíamos y la eclosión de dos bloques ideológica y geopolíticamente enfrentados. En esencia, el de Estados Unidos y el mundo libre frente a las autocracias del mundo lideradas por China. Un tercer bloque, en el que se incluyen la mayoría de países latinoamericanos, muestra su incomodidad ante la eventualidad de verse obligado a elegir bando. Pero el realineamiento geopolítico se intuye imparable y acontece además en una época de repliegue económico, liderazgos cuestionables e incertidumbre futura. Una mezcla peligrosa.

En este contexto turbulento, reaparece en América Latina la eterna pregunta de hasta dónde llevar la relación con China. Una forma lógica de responderla es analizar cuán beneficiosa es esta asociación para América Latina y si, como pregona la retórica de Pekín, es una relación win-win en la que todos ganan. Por su complejidad y matices, indagar en este fenómeno no es fácil. Pero a favor de un análisis certero contamos en 2023 con un factor del que no disponíamos hasta hace poco: más de dos décadas de visión de campo de China en la región. Ahora la huella del gigante asiático es perfectamente visible.

El pistoletazo de salida a la internacionalización de China aconteció con el arranque del nuevo siglo. Desde la década de 1980 ofreció distintos incentivos a la inversión extranjera en su país, entre ellos, una cantera inagotable de mano de obra barata. En 2001, con la bajada de aranceles que siguió a su adhesión a la Organización Mundial del Comercio (omc), muchas empresas deslocalizaron su producción a China. La fábrica del mundo y la urbanización del país, ambas muy dependientes de las materias primas, se convirtieron en motores de la economía china. Pekín decidió entonces «salir afuera» para asegurarse el suministro.

Y puso al servicio de esta necesidad estratégica toda la munición de su capitalismo de Estado. La ofensiva económica en América Latina y en otras regiones con abundantes recursos fue liderada —hasta hoy— por las grandes empresas estatales. A la vez, sus dos principales bancos de desarrollo abrieron el grifo del dinero fácil y barato. Y comenzó el espectáculo: inversiones millonarias para explotar yacimientos por todo el continente; préstamos a la carta, la mayoría confidenciales; infraestructuras llave en mano, imbatibles en términos de financiación, rapidez y precio; y una creciente demanda china que disparó el comercio, las exportaciones y las regalías. Una propuesta ganadora.

Luna de miel y dependencias

Fue también muy seductora para gobiernos y élites latinoamericanos. Durante la primera década todo marchó sobre ruedas: había barra libre financiera, los precios de las commodities estaban por las nubes y la demanda china tiró con fuerza del PIB de muchos países. Donde no llegaba la economía, lo hacía la política. Enemistados con Estados Unidos, los Kirchner, Chávez y Correa y compañía se echaron en brazos del nuevo mesías. No se hizo evidente entonces, pero durante esa luna de miel se fraguó la actual dependencia financiera y comercial de Argentina, Venezuela, Ecuador y otros países con el gigante asiático.

Las cifras de la presencia china en el continente, aunque fragmentadas y poco transparentes, hablan por sí solas. El comercio bilateral pasó de 14.600 millones en 2001 a 450.000 millones veinte años después. En ese periodo, China invirtió en la región 172.000 millones, construyó unas 200 infraestructuras y concedió préstamos por valor de 209.000 millones de dólares (incluidos los concedidos por los bancos comerciales), o una cuarta parte del crédito concedido globalmente por las entidades financieras chinas. Semejante poderío, aderezado con el relato mitológico del «milagro chino», dejó en el imaginario colectivo la percepción de que la contribución de China al desarrollo y prosperidad de América Latina era decisiva.

La realidad es —sin embargo— mucho más confusa. Es obvio que un desembarco de esta magnitud lleva beneficios y oportunidades a la región: infraestructuras que de otro modo no existirían, empleo aunque sea de baja calidad e ingresos fiscales vinculados a las exportaciones. Pero no en todos los países China es tan determinante. En México, Centroamérica y el Caribe la presencia china es, con la excepción de Panamá, relativamente modesta. Y en Sudamérica, donde sí es transversal, no todos sacan partido. Hay países que se benefician, otros que obtienen menos rédito del que se dice y otros que se benefician más bien poco.

Además, la trayectoria de China en la región está marcada por el hecho de que gran parte de sus inversiones y préstamos se destinan a proyectos extractivos e infraestructuras. Estos dos sectores no solo son problemáticos por definición, sino que, en combinación con el modus operandi del modelo de desarrollo chino, forman un cóctel explosivo de tan largo alcance en términos de impacto ambiental, social o laboral, que todo lo demás que China pueda ofrecer queda mayormente eclipsado. Queda así demostrado en el informe de varias organizaciones civiles latinoamericanas que, en 2023, denunciaron los «graves abusos de derechos humanos» y el impacto ambiental en 14 proyectos chinos de gran escala en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela (ISHR, 2022).

Bajos estándares y malas prácticas

Los abusos laborales, los desalojos forzosos y la destrucción de la naturaleza tienen efectos terribles para las poblaciones locales. Detrás de la vulneración de sus derechos se distingue la marca de agua de la internacionalización de China: los bajos estándares y las malas prácticas de las corporaciones chinas. Tras veinte años de actividad, la conclusión es que estos no son puntuales ni excepcionales, sino reiterados y transversales. A la perpetuación de este esquema contribuye el deterioro de la institucionalidad en algunos países. El ejemplo que mejor lo ilustra es Perú, donde China es el principal jugador en la minería pero son recurrentes en sus proyectos la conflictividad y la violencia.

Lo que alimenta los excesos es la ausencia de contrapesos. En China, las operaciones de sus empresas en el extranjero no son sometidas a supervisión ni a escrutinio público; por tanto, ya que los inversores chinos no reciben castigo social, económico o jurídico por su comportamiento abusivo, no tienen el incentivo de introducir pautas de actuación responsables que minimicen el impacto de sus proyectos. Por comparación, aunque las corporaciones occidentales tienen su propio historial de estropicios, en general, están ahora mucho más vigiladas y teóricamente no podrían desatender las buenas prácticas sin pagar un precio por ello.

La anterior no es la única derivada dañina de esta relación basada en los recursos naturales. Otra es la consolidación de la posición de América Latina como un mero proveedor de materias primas sin procesar, lo que no es necesariamente un mal negocio, pero no genera riqueza a largo plazo. Con el 61 % de las reservas mundiales de litio en Argentina, Chile y Bolivia, se abre ahora una nueva oportunidad —¿en la producción de coches eléctricos?— para que los gobiernos latinoamericanos le reclamen a China lo mismo que esta les ha exigido a los inversores en su mercado durante los últimos 35 años: que invierta en industrias de valor añadido. Una demanda de esta naturaleza no es algo ajeno para Pekín.

Así las cosas, más del 80 % de las exportaciones sudamericanas son recursos naturales y productos primarios, de las que China es el principal comprador con el 37 % del total, más que la suma combinada de Estados Unidos y la Unión Europea (UE). A la vez, China es el principal vendedor de productos acabados y de manufacturas de alta tecnología a la región, lo que ciertamente apunta a un patrón neocolonialista clásico. De hecho, por mucho que China sea el primer o segundo socio comercial de la mayoría de países sudamericanos, las expectativas de muchos de ellos de diversificar su canasta exportadora con el país asiático para agregar valor a su economía se han visto mayormente frustradas.

Comercio sin valor agregado

Tal es el caso de Costa Rica y Perú, dos de los tres países del continente con tratados de libre comercio (TLC) vigentes con Pekín. Una década después de su entrada en vigor, San José reconoce que «no ha sido comercialmente exitoso»; de ahí que se respire en el país centroamericano un aire de cierto desencanto por la oportunidad perdida con China luego de su ruptura diplomática con Taiwán en 2007. En el caso peruano, el 96 % de sus exportaciones a China son productos mineros y pesqueros, un comercio que apenas aporta valor. Al contrario, el 48 % y el 43 % de sus respectivas ventas a EUA y la UE son productos de valor agregado.

Ni siquiera es seguro que la caída de aranceles de los TLC se traslade a los consumidores. «En mercados altamente concentrados, como los monopolios y oligopolios, la reducción de aranceles no necesariamente se traduce en precios más bajos para los consumidores, pues el intermediario no tiene incentivo para hacerlo. Y América Latina está plagado de monopolios y oligopolios», apunta Julio Guzmán, economista y excandidato presidencial peruano. Por tanto, que un TLC con China no garantiza per se una relación comercial más sana debería servir de aviso a navegantes a Ecuador y Nicaragua, cuyos tratados están firmados y pendientes de entrar en vigor. Y a Honduras, El Salvador, Panamá y Colombia, que iniciaron negociaciones o han mostrado interés por hacerlo.

En medio de este panorama se generan dependencias que atan a América Latina a China. De los 90.000 millones de dólares que Brasil exportó a ese mercado, el 56 % fueron agroalimentos, principalmente carne y soja. Un patrón similar al de Argentina, que además añade una preocupante dependencia financiera. Ecuador, que debió reestructurar su deuda con Pekín hace unos meses, y Venezuela comparten el mismo esquema: hidrocarburos con descuento y financiación. Y la posición de Chile y Perú no es muy distinta, en tanto que más del 80 % de sus ventas a China son recursos mineros. En ambos países, el gigante ha adquirido activos en el estratégico sector eléctrico.

Por mucho que América Latina sea vital para el suministro de recursos naturales estratégicos y la seguridad alimentaria de China, quizá no sea la mejor idea tener tanta exposición a un país cuya coyuntura macroeconómica está deteriorándose y que, además, no duda en aplicar represalias comerciales a sus socios por razones políticas. Hay, de hecho, alternativas más fiables. La percepción de que Estados Unidos y Europa han abandonado la región, o están en retirada, queda desmontada por los datos: el volumen de comercio de ambos con América Latina dobla al de China y, en términos de inversión, el país asiático solo representa el 3,5 % del stock de los tres bloques en el continente.

Élites responsables

En todo este panorama las élites latinoamericanas tienen responsabilidad. Hasta la pandemia, su mirada hacia China era de optimismo. Mezcla de mitología y desconocimiento sobre el país asiático, de necesidad económica y wishful thinking, la convicción general era que el gigante asiático tenía reservado un rol fundamental en el desarrollo y la prosperidad del continente. Podemos intuir que a esta percepción contribuyeron los esfuerzos chinos para difundir un relato amable de su país y sus intenciones en América Latina. Para ello invirtió ingentes recursos financieros y humanos en poder incisivo, la versión autoritaria del poder blando. Un empeño que hoy continúa.

Al calor de esta estrategia, entidades chinas de toda índole firman acuerdos con el mundo académico y medios de comunicación. Justamente, para influir en quienes deben revisar de forma independiente las actividades chinas en la región. Para tener cercanía con las personas que toman las decisiones, el Partido Comunista chino (PCCh) despliega su diplomacia silenciosa con partidos latinoamericanos de toda ideología. Y un programa de captación de las élites locales sirve para atraer a una red de aliados influyentes. Periodistas, académicos, representantes políticos o exdiplomáticos son seducidos con viajes pagados a China cuyo objetivo es, por mucho que se disfracen de capacitaciones, exponerlos a la propaganda del régimen.

El propósito es claro: monopolizar un discurso que resalte los beneficios de la cooperación con China y silencie los aspectos más controvertidos. Se explica así la ausencia de análisis crítico de algunos gobiernos acerca de los derroteros por los que debe discurrir la relación con la potencia asiática. Honduras es el último ejemplo. Pocos meses después de romper relaciones con Taiwán parece haber sucumbido a los cantos de sirena de Pekín: negocia un TLC, Huawei se presta a entrar en el sector de las telecomunicaciones y varias infraestructuras están sobre la mesa, incluido un corredor ferroviario interoceánico con financiación china. Qué incidencia tendrá en el Ejecutivo hondureño la delicada situación de una veintena de países por su endeudamiento con China, es un misterio.

Ruta de la Seda: la deuda y la soga

La deuda global con China es imponente: ronda el billón de dólares y se remonta al inicio de su internacionalización. Pekín, desde luego, no es el único acreedor, pero sí el más importante. Y tiene responsabilidad porque, para garantizar su acceso a mercados y recursos, ofreció barra libre financiera a países de bajos ingresos cuya solvencia antes o después se vería comprometida. Semejante bola de nieve, una situación cada vez más tambaleante en la economía doméstica y un contexto geopolítico menos favorable para Pekín han comprometido el proyecto estrella de la diplomacia de Xi Jinping: la Iniciativa de la Franja y la Ruta (FyR). Un proyecto al que Joe Biden se refiere como «la deuda y la soga».

¿Y ahora qué? Parece fuera de toda duda razonable que América Latina seguirá siendo para China un territorio estratégico donde abastecerse de alimentos y materias primas. Sin embargo, es previsible que, tras el fin de la euforia crediticia, Pekín sea ahora mucho más selectivo en los proyectos de infraestructuras en los que participa, especialmente los de gran envergadura. Es el caso, por ejemplo, del megapuerto de aguas profundas de Chancay, en Perú. Actualmente en construcción, la instalación portuaria más importante del Pacífico sur será gestionada por su propietaria, la naviera COSCO, núcleo duro del régimen chino. Pero salvo que sirvan a sus intereses geopolíticos, proyectos así serán la excepción y no la regla.

Diez años después de que Xi presentara la FyR, esta parece haber perdido algo de fuelle en su vertiente económica, lo que puede suponer un revés para regiones —como América Latina— muy necesitadas de inversión para paliar su déficit de infraestructuras. Coincidencia o no, en medio de la incertidumbre económica, los gobiernos latinoamericanos de todo signo ideológico, y muy notablemente los de izquierda radical con la excepción de Cuba, Venezuela y Nicaragua, han preferido apostar por el pragmatismo y evitan tomar partido en el pulso que dirimen Washington y Pekín. En la disyuntiva de elegir socio para las redes 5G, solo Costa Rica ha hecho oficial su negativa a aliarse con los operadores chinos.

Con todo, para Pekín la FyR sigue siendo una herramienta diplomática muy valiosa, especialmente en el actual contexto de rivalidad geopolítica e ideológica con Estados Unidos y el resto del mundo occidental. Es cierto que esta iniciativa siempre proyectó la idea de un canje implícito con los países que se adherían, sobre todo los del mundo en desarrollo: la promesa de oportunidades económicas a cambio de lealtad política y diplomática a Pekín. Sin embargo, ahora la FyR cobra especial relevancia como una de las iniciativas globales que Pekín impulsa con el propósito de atraer al llamado Sur Global a su órbita.

Socavar las democracias occidentales

Para este objetivo, Pekín seduce a América Latina con el señuelo de su poderío económico y eslóganes perfectamente calculados que apadrinan «un futuro compartido para la humanidad». En tanto que antioccidental, esta narrativa es siempre bien recibida en ciertos ámbitos latinoamericanos. Pero busca socavar tanto las democracias liberales como el sistema de alianzas que, con Estados Unidos en su epicentro, cimentaron el orden mundial surgido después de la Segunda Guerra Mundial. Ya en su concepción, la FyR creó dos instituciones financieras afines, arquetipo de las de Bretton Woods, con la idea de poner las bases institucionales de un nuevo orden internacional dominado por Pekín.

Las otras iniciativas globales impulsadas por China, la maniobrabilidad de su diplomacia en organizaciones internacionales globales y regionales ya existentes (desde la ONU y la OMC a la Organización de Cooperación de Shanghái) y su interés por ampliar el club de los BRICS (donde entrará, eventualmente, Venezuela) tienen el mismo fin: influir en las reglas que rigen el mundo. Además de difundir a los cuatro vientos la superioridad del modelo de desarrollo y del sistema político chinos, que Pekín considera más eficaces y superiores en valores al occidental, la palabra mágica en el Sur Global para ampliar su esfera de autoridad e influir en la gobernanza mundial es multilateralismo.

La aspiración de Xi Jinping es cambiar el actual orden internacional, que considera hegemónico para EUA y excluyente para China, pero no para hacerlo necesariamente más justo, como difunde la propaganda oficial, sino para influir en él al objeto de hacerlo más seguro para sus intereses. Este planteamiento encierra una consecuencia perversa, de la que América Latina debe ser consciente: un orden internacional de esa naturaleza y basado en una unidad de naciones económicamente dependientes de China y, por tanto, subordinadas a esta, no es probablemente el mejor camino hacia la prosperidad y la libertad en la región.

Referencias

International Service for Human Rights (ISHR). (2022). Las obligaciones extraterritoriales en derechos humanos de la República Popular de China con relación a actividades empresariales en América Latina. Informe para la adopción de la Lista de Cuestiones para el examen de la República Popular de China, durante la 69ª sesión del Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

Malamud, C., Ruiz, J. J., y Talvi, E. (eds.). (2023). ¿Por qué importa América Latina?, Informe Elcano, 32. Madrid: Real Instituto Elcano.

Juan Pablo Cardenal

Juan Pablo Cardenal

Periodista e investigador especializado en la internacionalización de China. Investigador asociado del Centro para la Apertura y Desarrollo de América Latina (CADAL) y editor principal de su proyecto «Análisis Sínico». Fue corresponsal en China durante una década para dos diarios españoles e investigó sobre el terreno los efectos de las inversiones, préstamos y proyectos de infraestructuras chinos en 40 países. Coautor de tres libros sobre esta temática, que se tradujeron a 12 idiomas.

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