Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles
Bertolt Brecht
Dedicó su vida entera a cambiar el mundo. Fue de los imprescindibles que reclamaba Bertolt Brecht. De joven, fue guerrillero y preso político. Después de la dictadura y durante varias décadas, fue diputado, senador y ministro, durante la presidencia de Tabaré Vázquez. Fue presidente de Uruguay entre 2010 y 2015. Como político, fue más sabio y constructivo de viejo que de joven. Pero nunca, ni de joven ni de viejo, se tomó demasiado en serio el ejercicio del poder. De todos modos, se convirtió en una de las voces latinoamericanas más influyentes en la política mundial.
El guerrillero
Para entender al joven Mujica, guerrillero, hay que tomar nota de tres referencias contextuales fundamentales. La primera de ellas es la tradición revolucionaria del Partido Nacional, su primer amor. Los blancos, como se los conoce en Uruguay, lucharon durante décadas (especialmente entre 1870 y 1904) contra los intentos hegemónicos del Partido Colorado. El segundo dato contextual es la revolución cubana, que inspiró durante los 60 a decenas de miles de jóvenes en toda América Latina. Por último, en un plano todavía más general, la presencia gravitante del campo socialista, con la URSS y China como referencias centrales.

Desde luego, cuando Mujica y los demás tupamaros (del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, o MLN-T) tomaron las armas, Uruguay era una democracia clásica, seguramente una de las mejores de América Latina. Para los tupamaros, como para la inmensa mayoría de los militantes de izquierda de la época, la democracia no era más que la telaraña que tejían los ricos para asegurar su dominación sobre los pobres.
El golpe de Estado de Castelo Branco en Brasil, en 1964, instaló un nivel de desconfianza todavía mayor: una parte de la izquierda uruguaya, entre ellos el naciente movimiento guerrillero, pensaba que tarde o temprano también en Uruguay se derrumbaría la democracia. Lo que no advirtieron es que la acción guerrillera terminó precipitando el desenlace golpista que ellos, en principio, querían evitar. Por cierto, pagaron un precio muy alto por sus errores. Las penurias de los tupamaros en las cárceles de la dictadura son ampliamente conocidas. Los rehenes, entre ellos Pepe Mujica, fueron los que padecieron las condiciones de reclusión más severas.
El político
Las elecciones de 1984 pusieron fin a la dictadura. En marzo de 1985 fueron liberados los últimos presos políticos. La democracia uruguaya volvía a florecer. En ese contexto, los tupamaros discutieron intensamente sobre estrategia y táctica. No tenía sentido retomar las armas. Pero seguían creyendo que, tarde o temprano, serían necesarias. Las dudas existenciales duraron una década.
Recién en 1995, cuando José Mujica ingresó al parlamento como diputado, y luego de que la izquierda arañara la victoria electoral, los tupamaros se orientaron decididamente a la competencia electoral. El papel de Mujica, en ese sentido, fue absolutamente decisivo. A medida que el apoyo electoral al Movimiento de Participación Popular (MPP, fracción del Frente Amplio fundada por el MLN-T en alianza con otros grupos de izquierda) aumentaba, el entusiasmo de los tupamaros con la competencia electoral fue creciendo.
A comienzos del siglo XXI, el MPP ya era la principal fracción del Frente Amplio (FA). Cuando Tabaré Vázquez accedió a la presidencia, Mujica fue nombrado ministro. Aunque Vázquez tenía otros planes (que Danilo Astori, su mano derecha, lo sucediera), Mujica logró ser electo, primero, candidato del FA y luego, presidente de la República.
Su ingreso al parlamento en 1995 lo había convertido en figura nacional. Su elección como presidente, quince años después, le permitió saltar al concierto internacional. Nació, de este modo, la leyenda del presidente más pobre del mundo, que prestigió a Mujica y, por añadidura, a la democracia uruguaya.

El presidente
Como jefe de gobierno, Mujica puso a la educación como prioridad. Logró mucho menos de lo que se propuso, pero en el haber queda la instalación de una universidad pública en el interior del país orientada al desarrollo tecnológico. También impulsó la normativa que legalizó, bajo ciertas condiciones, la producción y comercialización de cannabis.
Durante su mandato, pero a iniciativa de la bancada parlamentaria del FA, se aprobaron las leyes sobre nuevos derechos, como la interrupción voluntaria del embarazo y el matrimonio igualitario. De todos modos, tan o más relevante que estas novedades, en el plano de las políticas públicas fue el estilo dialoguista que imprimió a su presidencia. José Mujica, el exguerrillero socialista, hizo gala de una disposición a la búsqueda de acuerdos con la oposición llamativa. Este rasgo lo siguió acompañando durante los últimos años de su vida política.
No fue un gran guerrillero, aunque la dictadura le dio estatus de “rehén”. Tampoco brilló como redactor de leyes, a pesar de su extenso pasaje por el parlamento. No fue un gran jefe de gobierno, aunque el mundo entero habló de él. Pero fue un líder extraordinario, de los que hacen política para servir a su pueblo y no para buscar prestigio o dinero. Su sensibilidad hacia los problemas de la gente combinada con la magia de su palabra lo convirtieron en una de las grandes estrellas de la política uruguaya del siglo XXI.

De joven luchó contra molinos de viento. La ilusión le costó muy cara. A pesar de todo lo padecido, no guardó rencores y fue capaz de tender puentes hacia los que piensan distinto. Durante décadas evitó cuestionar sus años como guerrillero.
Recién sobre el final de su vida se atrevió a decir lo obvio: “Quise cambiar el mundo con un revólver y me equivoqué”. Acaso no precisaba decirlo. Lo demostró en los hechos.