Cuando la Iglesia Católica habla de doctrina social, no tiene la pretensión de presentar un dogma ideológico de aplicación obligatoria desde el Estado. No presenta una agenda económica o política, ni pretende un sistema alternativo. Tampoco es una propuesta técnica para solucionar los problemas prácticos. Mucho menos es una utopía, en el sentido de un proyecto social imposible de alcanzar, ni una doctrina estática y fijada.
En La Libertad, Temas de Conciencia y Práctica, Guillermo Aveledo escribe que la doctrina social de la Iglesia “es una guía para los católicos y para cualquier persona de buena voluntad más allá de su fe, si la tiene, pero no es una receta para organizar la sociedad o gobernarla. Nada tiene que ver, tampoco, con visiones clericales del gobierno civil, o leyes religiosas para regir la vida política, a la usanza de ciertas visiones desde el islam. Como doctrina, expresa principios y valores. Los principios marcan una orientación moral y constituyen una unidad por su conexión y articulación. Y los valores reflejan el aprecio a los aspectos de bien moral perseguidos por los principios”.
Es dentro de esta misma comprensión que el papa León XIV, al reunirse por primera vez con la Fundación Centesimus Annus, nos plantea que, para la doctrina social, lo importante no son los problemas, ni siquiera las respuestas a ellos. Sino, el modo en el que se afronta, “con criterios de evaluación y principios éticos, y con apertura a la gracia de Dios”, dijo el papa en su discurso en la fundación.
En esto radica la pertinencia, la conveniencia y la audacia de la doctrina social de la Iglesia: en que hablemos menos de opiniones e ideas propias de una religión, y la entendamos más como un “camino común, coral e incluso multidisciplinar hacia la verdad”, explica León XIV.
Inicios de la doctrina social
A finales del siglo XIX, la Rerum Novarum —con ella toda la doctrina social de la Iglesia— surge como propuesta ante un mundo en cambios radicales. Desde lo sociopolítico hasta lo científico-técnico, se presentaban nuevas concepciones de autoridad, esperanzas de nuevas libertades. Pero, sobre todo, evidentes e inminentes peligros de nuevas injusticias y esclavitudes.
¿Es acaso muy diferente el desafío a finales del siglo XIX que a principios del siglo XXI? Pues no.
El papa León XIV, haciéndose de un término propio de Francisco, “policrisis“, describe de manera breve pero demoledora y precisa la coyuntura que vivimos hoy. “Convergen guerras, cambios climáticos, crecientes desigualdades, migraciones forzadas y conflictivas, pobreza estigmatizada, innovaciones tecnológicas disruptivas, precariedad del trabajo y de los derechos”, expresó a los miembros de la Fundación Centesimus Annus Pro Pontifice.
Ante este panorama, León XIV plantea un desafío: “Tenemos aquí un aspecto fundamental para la construcción de la «cultura del encuentro» a través del diálogo y la amistad social”.
Encuentro ante el desafío tecnológico
Sin duda alguna, queda clara cuál es la postura que propone la Iglesia, y espera del cristiano, en el siglo XXI: acercamiento, diálogo y encuentro.
Durante el siglo XX, gracias a la doctrina social de la Iglesia hubo logros importantísimos que definieron el devenir de la civilización mundial contemporánea. Por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y junto con ello, la lucha y el desarrollo de la concepción actual de los derechos humanos. La inculturación, difusión e incorporación de los principios fundamentales de esta doctrina (dignidad de la persona humana, el bien común, la solidaridad y la subsidiaridad) en el discurso social y político mundial y la promoción de la democracia como sistema de gobierno ha sido también logros de la doctrina social de la Iglesia en el siglo XX. Y, por supuesto, el apoyo a diversas iniciativas de desarrollo social para la atención de la pobreza y el impulso de la paz mundial.
Hoy, en el siglo XXI, es el avance de la tecnología lo que se nos presenta como una realidad que con asombrosa y vertiginosa velocidad va definiendo una nueva forma de entender las relaciones sociales lato sensu.
Referente moral
Justamente allí, la doctrina social se debe erguir como un referente fundamental en el proceso de diálogo y reflexión indispensable para que la tecnología verdaderamente traiga a la humanidad, mayores beneficios y menores problemas.
De manera precisa nos lo plantea el documento Antiqua et Nova: “Como cualquier otra empresa humana, el desarrollo tecnológico debe estar al servicio del individuo y contribuir a los esfuerzos para lograr «más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales», que «vale más que los progresos técnicos»”.
Y continúa el documento: “Entre una máquina y un ser humano, sólo este último es verdaderamente un agente moral, es decir, un sujeto moralmente responsable que ejerce su libertad en sus decisiones y acepta las consecuencias de las mismas; sólo el ser humano está en relación con la verdad y el bien, guiado por la conciencia moral que le llama a «amar y practicar el bien y que debe evitar el mal», certificando «la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída»; sólo el ser humano puede ser lo suficientemente consciente de sí mismo como para escuchar y seguir la voz de la conciencia, discerniendo con prudencia y buscando el bien posible en cada situación”.
El aggiornamento
Nos dice Antiqua et Nova que “lo que mide la perfección de las personas es su grado de caridad, no la cantidad de datos y conocimientos que acumulen”. Es decir, el foco debe ser la preocupación por las implicaciones éticas del desarrollo tecnológico, pero al mismo tiempo manteniendo la promoción del bien común, el respeto y cuido de la «casa común», el desarrollo humano integral, la búsqueda de la verdad, la aplicación de la solidaridad y la fraternidad humana; que nos permita atender el llamado que tenemos todos a la Trascendencia.