Catolicismo y valores democráticos: ¿enemigos o aliados?

Catolicismo y valores democráticos: ¿enemigos o aliados? 

Excluir la religión de la vida pública amenaza con generar vacíos que pueden llenarse con discursos ideológicos radicalizados.

Por: Gustavo Monzón23 Jul, 2025
Lectura: 8 min.
Catolicismo y valores democráticos: ¿enemigos o aliados? 
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

La democracia se fortalece cuando las ideas circulan, se discuten y se contrastan con cortesía y honestidad intelectual.

Este diálogo tiene varias aristas que pueden resumirse en tres puntos clave: ¿qué significa la laicidad en una sociedad plural? ¿Puede la religión aportar algo más que conflicto? ¿Y qué significa ser un creyente razonable en el espacio público?

Filósofos como Charles Taylor, Jürgen Habermas y Hartmut Rosa han recordado que las democracias contemporáneas enfrentan una crisis de sentido. Además, un deterioro de las fuerzas que incentivan a mantener los vínculos sociales. En este sentido, la ilustrada profecía kantiana —según la cual incluso un “pueblo de demonios” podría convivir bajo un buen ordenamiento jurídico— no se ha cumplido. Y ha terminado por vaciar de contenido motivacional a las instituciones y normas que hacen posible la vida en sociedad.

Una moral compartida, ¿favorece la democracia?

Frente a este punto crítico, hace falta un suelo moral compartido que anime el compromiso cívico y cultive la virtud ciudadana. En esa búsqueda, los autores previamente señalados, lejos de fomentar un integrismo o querer volver a un estado confesional, han reconocido que las tradiciones religiosas pueden ofrecer recursos éticos y simbólicos que las democracias necesitan. Especialmente en tiempos de fragmentación y cinismo. No se trata de imponer dogmas, sino de contribuir al espacio público desde convicciones profundas, y así fortalecer el vínculo con las instituciones y las normas posibles.

Marcelo Aguiar rechaza esta idea con vehemencia recurriendo, desde mi punto de vista, a un viejo prejuicio: que la religión, en especial el catolicismo, es una amenaza para la libertad, el pensamiento crítico y el progreso. Su visión de la laicidad, entendida como la exclusión de la religión de la plaza pública, tiene resabios del laicismo del siglo XIX. Esta concepción de laicidad surgió del combate entre el catolicismo y un liberalismo racionalista y antirreligioso, que para fortalecer el pluralismo en la sociedad debe privatizar a la religión. En cambio, los consensos democráticos del siglo XXI tienen otros objetivos. Por ejemplo, el respeto de la diversidad y la tolerancia de todos los puntos de vista, como garantía de una sociedad que incluya a todas las particularidades.

El prejuicio de Aguiar no es nada original, sino que es heredero de una desconfianza estructural hacia lo religioso. Considera que las religiones, más específicamente el catolicismo, quieren imponer un estado confesional como régimen político. Si acepta la democracia constitucional, no lo hace con convicción, sino por conveniencia.

Fortalecer la vida democrática

John Rawls, en Liberalismo político, ofrece una distinción clave para reflexionar sobre este tema: no es lo mismo aceptar la democracia como un modus vivendi —es decir, por conveniencia, como una tregua temporal entre visiones antagónicas— que asumirla como parte de una tradición política que la concibe como un régimen justo, sustentado en razones públicas que pueden ser compartidas por ciudadanos con creencias muy diversas. El primer modo de vincularse con la democracia es precario y frágil; lo segundo, duradero y sólido. Si una tradición religiosa solo “soporta” la democracia porque no tiene otra opción, no hay garantías de que la sostenga cuando sea mayoritaria en una sociedad. En cambio, si la considera justa y la incorpora a su tradición política ser una aliada genuina, para el fortalecimiento de la vida democrática.

Por mucho tiempo, el catolicismo y la secular democracia constitucional caminaron por sendas opuestas. En el siglo XIX, el magisterio papal veía en la cultura política moderna, que se anclaba en la libertad religiosa y la democracia constitucional, una amenaza. El laicismo era percibido como un intento de borrar la influencia pública de la religión. Y se defendía la idea de un estado confesional como única garantía de orden moral. Sin embargo, tras un largo proceso de evolución doctrinal —y aceptado la democracia constitucional como un modus vivendi— la Iglesia Católica abandonó esta postura. Se convirtió en una defensora activa de la democracia constitucional como régimen político que mejor resguarda la dignidad humana, y de la libertad religiosa como derecho humano fundamental, para el ejercicio libre de la fe.

Derechos humanos como base moral común

Este cambio no fue inmediato. Fue fruto de una evolución en la tradición política católica. A finales del siglo XIX, León XIII comenzó a tender puentes con la cultura secular sin renunciar a la doctrina. Pío XII reconoció en la democracia una forma legítima de proteger la dignidad humana frente a los horrores del totalitarismos tanto de derecha e izquierda. Esta evolución, y fortalecimiento del modus vivendi, hizo que Juan XXIII, en Pacem in Terris (1963), asumiera plenamente los derechos humanos como base moral del orden político moderno, e incorporara la democracia constitucional a los valores políticos del catolicismo. Finalmente, el Concilio Vaticano II consolidó este desarrollo doctrinal con la declaración Dignitatis Humanae (1965), en el que se afirmó que la libertad religiosa no solo es compatible con la fe católica, sino esencial para su vivencia auténtica en sociedades pluralistas.

Uno de los protagonistas claves e influyentes en este desarrollo doctrinal fue el teólogo jesuita estadounidense John Courtney Murray. A partir de la experiencia estadounidense de convivencia pacífica entre laicidad y catolicismo, Murray propuso que la Iglesia podía dialogar con la cultura política secular desde la razón. A través de principios compartidos como la ley natural, la libertad religiosa y la dignidad de la persona. Para él, la democracia constitucional no debía verse como una amenaza a la fe. Debía verse como un marco que permite a las religiones aportar al bien común sin imponer su visión a la fuerza.

A partir de este desarrollo doctrinal, como afirma Samuel Huntington, en La tercera ola: democratización a lo largo del siglo veinte, el catolicismo, bajo el liderazgo de Juan Pablo II y su defensa de la libertad humana, se transformó en un agente democratizador en varios países que venían sufriendo regímenes totalitarios. El impulso democratizador del catolicismo consistió en ser una religión que defendía de manera firme el derecho a la libertad religiosa como fundamento de todas las libertades. Por esta razón, la tradición política católica no sostiene al estado confesional como un ideal político. En palabras de Benedicto XVI, una sociedad bien ordenada debe estar regida por una “laicidad positiva”, que, manteniendo la separación entre el Dios y el César, sea capaz de integrar y valorar los aportes de las religiones a la vida pública. Más allá de los aportes que haga al boletín parroquial.  

Papa Benedicto XVI. Foto: Flickr

De la laicidad al vacío

Excluir la religión de la vida pública no es una muestra de neutralidad, como afirman los laicistas, sino una forma moderna de exclusión. Y, como recuerda el teólogo John Courtney Murray, uno de los grandes impulsores del cambio conciliar, una democracia necesita que las voces religiosas puedan participar del debate público para nutrirlo de sentido, responsabilidad y horizonte moral. La experiencia del catolicismo moderno demuestra que la fe no solo no amenaza la democracia: puede ser uno de sus mejores aliados.

Hoy, esa idea es más urgente que nunca. Frente a los nuevos autoritarismos, algunos laicistas, otros teocráticos, es tentador caer en trincheras y guerras culturales. Pero la historia reciente muestra que, cuando se margina a la religión de la vida pública, no gana la neutralidad: gana el vacío. Y los vacíos políticos se llenan rápido. A veces con ideologías que instrumentalizan la religión, otras veces con Estados que suprimen cualquier expresión de fe.

Reconocer el valor comunitario

El catolicismo, en su mejor versión, no es una religión del poder, sino de la conciencia. Por eso necesita espacios de libertad. Y, por eso, ha llegado a valorar la democracia no solo como una forma de sobrevivir, sino como un espacio en el que puede servir, hablar y ofrecer sentido. No busca privilegios ni volver a modelos del pasado. Busca participar, con voz propia, en la conversación pública.

Exigir que las religiones se “queden en casa” es desconocer su aporte racional, moral y comunitario. Es olvidar que muchas de las democracias modernas nacieron con el impulso ético de creyentes que tradujeron su fe en derechos, leyes y solidaridad. Y esto implica no advertir que excluir a la religión del debate público no fortalece la democracia, sino que la empobrece.

Hoy, más que nunca, necesitamos una laicidad bien entendida: una que no excluya, sino que garantice libertad para todos. En ese marco, el catolicismo no es una excepción incómoda: es un interlocutor dispuesto. No está afuera del pacto democrático. Es parte de él, y de cuidar y fortalecer su vigencia.

Este artículo fue publicado originalmente en el Semanario Voces.

Gustavo Monzón

Gustavo Monzón

Vicerrector de la Comunidad Universitaria en Universidad Católica del Uruguay. Profesor de Filosofía, Justicia y Derecho en las carreras de Abogacía y Notariado y de Ética y Ciudadanía.

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