Polarización afectiva, de adversario a enemigo

Polarización afectiva, de adversario a enemigo

En tiempos de hiperconectividad las diferencias políticas se tornan viscerales. Ya no se trata de pensar distinto, sino de sentir hostilidad y desprecio al que piensa distinto.

Por: Alejandro Guedes16 Jun, 2025
Lectura: 5 min.
Polarización afectiva, de adversario a enemigo
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Artículo original en español. Traducción realizada por inteligencia artificial.

Hasta no hace mucho, en política, particularmente desde la Ciencia Política, hablábamos de polarización ideológica. El concepto refiere al grado de diferenciación programática o de políticas entre ciudadanos o partidos políticos. También se entiende como parte de la estrategia de las elites partidarias, que utilizan la polarización con el propósito de ganar o retener el poder. Este ha sido un rasgo sistémico típico, en la medida que, permite captar el alcance de la distancia ideológica entre actores políticos, generalmente, pero no exclusivamente, en el eje izquierda-derecha.

En cambio, la polarización afectiva describe el crecimiento de emociones negativas hacia el grupo político contrario. Es algo así como una expresión visceral que no solo se detiene en marcar una opinión distinta, sino en la molestia que genera saber que alguien piensa de tal o cual forma. Con ello, crece la desconfianza y el desprecio personal.

Este nuevo concepto fue popularizado por estudios de ciencia política en Estados Unidos, particularmente por uno titulado Afecto, no ideología de  Iyengar, Sood y Lelkes (2012). Su principal tesis es que la polarización afectiva —el antagonismo visceral entre votantes republicanos y demócratas— aumentó considerablemente. Incluso más que la polarización ideológica (diferencias en el plano de las ideas y políticas públicas). En tal sentido, aunque las posiciones políticas de los votantes no han cambiado tanto, sí ha crecido la animosidad partidaria. La clave suele estar en que ser de un partido u otro se ha convertido en una identidad social fuerte. Algo similar a pertenecer a un grupo étnico o religioso.

Esto genera una lógica de “nosotros contra ellos”. Las derivaciones de esta polarización alcanzan a las relaciones sociales en un sentido amplio. Por ejemplo, en los matrimonios con distintas preferencias partidarias o las relaciones laborales. Por ello se entiende que la polarización afectiva tiene consecuencias profundas para el diálogo democrático y la gobernabilidad.

Características

Se destacan varios rasgos inquietantes.

Desconfianza interpersonal crece mientras aumenta la percepción de que el otro “no es confiable”, solo por su afiliación política. Se establece el tribalismo político al reforzarse la identidad partidaria con otras identidades (culturales, étnicas, religiosas). El discurso se articula mediante narrativas dualistas del estilo “nosotros” versus “ellos” que refuerzan el tribalismo emocional.

También se observa una deslegitimación del adversario porque se pierde la capacidad de reconocer el pluralismo de ideas. Se desconoce que, equivocado o no, otro grupo pueden tener buenas intenciones y no necesariamente tener que ser acusado de antidemocrático o antipatria. Como consecuencia, hay una ruptura de lazos sociales. Se reducen las amistades y vínculos mixtos en cuanto a preferencias partidarias o ideológicas. En redes hay una clara profundización de las burbujas ideológicas.

Así, hay una mayor tolerancia a prácticas antidemocráticas. Al identificar a otro grupo como una amenaza, entonces aumenta la inclinación a justificar acciones antidemocráticas para neutralizar al otro bando.

Algunos ejemplos

Estados Unidos es el caso paradigmático. El proceso de polarización afectiva se aceleró desde la presidencia de George W. Bush, se profundizó con Barack Obama, y explotó con Donald Trump. Se dice que republicanos y demócratas viven hoy en mundos paralelos. Es decir, consumen medios diferentes, están insertos en distintas burbujas digitales y desconfían de los datos del otro.

En Argentina, tenemos el ejemplo de kirchnerismo versus antikirchnerismo. Por poner un hito en la línea de tiempo, podemos decir que a partir del conflicto por las retenciones del agro en 2008, comenzó un proceso de división afectiva entre los defensores y detractores del kircknerismo. En el último tiempo, se ha consolidado la naturaleza emocional de la “grieta” entre el Frente de Todos y Juntos por el Cambio. La identidad entre peronismo y antiperonismo predomina por sobre otras identidades políticas como izquierda-derecha.

Desde hace más de una década la política brasileña, pese a su notable fragmentación, ha estado marcada por el antagonismo entre lulistas (simpatizantes de Lula y el Partido de los Trabajadores- PT) y antipetistas (bloque definido por su oposición al PT).  Estudios de opinión pública evidencian el aumento de la polarización afectiva, que se vuelve más intensa en relación a los candidatos. El escándalo de corrupción del Lava Jato (2014-2018) amplificó el rechazo afectivo hacia el PT. La irrupción de Bolsonaro canalizó en buena medida el antipetismo y lo transformó en un proyecto político identitario con un electorado diverso que sí comparte emociones, símbolos y enemigos comunes, como la izquierda, buena parte de la prensa y los jueces.

En Bolivia, desde la llegada de Evo Morales al poder en 2006, se consolidó una identidad social en torno al partido Movimiento al Socialismo (MAS) de fuerte raigambre ideológica, pero también étnico-cultural. Como contracara, la oposición ha trascendido los límites ideológicos y se conforma en base  al prejuicio y hostilidad hacia el MAS, identificado como indigenismo, populismo y antiimperialismo. En 2019 las hostilidades entre estos grupos alcanzaron uno de sus puntos más altos en el contexto de la crisis política y renuncia del presidente Evo Morales.

Reflexión final

Naturalmente este marco de polarización afectiva requiere ciertos asteriscos; no es lineal su aplicación a cualquier contexto. Se expresa de distintas formas dependiendo del país, del grado de institucionalización de los partidos políticos, el personalismo de la política o del peso de clivajes como el étnico o religioso. Las consecuencias parecen tener un denominador común en cuanto al deterioro del debate público, menor disposición al compromiso y reconocimiento del adversario, lo que en definitiva afecta la gobernabilidad. Pero también a nivel de la convivencia, la política se vive como una guerra moral, religiosa o incluso de estereotipos.   

De lo visto no hay soluciones mágicas, pero sí algunos caminos a transitar. Fortalecer la educación cívica, promover el diálogo entre diferentes, reforzar los medios de comunicación plurales y exigir responsabilidad a los líderes políticos son quizás algunos de los antídotos frente a esta deriva emocional de la política.

Alejandro Guedes

Alejandro Guedes

Politólogo y magíster en ciencia política por el Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República de Uruguay.

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