El aún reciente desfile militar en Pekín, con Xi Jinping en el centro de la escena acompañado por Vladímir Putin y Kim Jong-un, es algo más que una demostración de poderío castrense. Es una bomba de tiempo. Observamos la imagen viva de un eje autoritario que pretende dominar el mundo desde la fuerza y el miedo. La liturgia militar, cuidadosamente orquestada para proyectar unidad y grandeza, es un mensaje para consolidar a las élites gobernantes de China, Rusia y Corea del Norte. Sobre todo, es una advertencia al resto del planeta: la alianza de las dictaduras no es circunstancial ni táctica, es estratégica y de largo plazo.
Este escenario se produce en medio de lo que podría llamarse un “desorden liberal mundial”. Tras la caída del Muro de Berlín, Occidente confió en que la expansión de la globalización y de la economía de mercado consolidaría la democracia como horizonte universal. Pero los hechos han sido testarudos. En lugar de un mundo armónico, lo que tenemos es una geografía política en la que proliferan los regímenes autoritarios y las democracias se encuentran a la defensiva. El optimismo de los noventa se ha transformado en la perplejidad de nuestro tiempo.
Lo que se perfila hoy es una suerte de nuevo mundo bipolar, de contornos distintos a la Guerra Fría. Ya no se trata únicamente de dos bloques monolíticos enfrentados. Somos testigos de un planeta fragmentado en el que el eje dictatorial busca expandir su influencia en zonas estratégicas. Frente a ellos, Estados Unidos y Europa parecen todavía desarticulados, demasiado ocupados en sus asuntos internos como para ofrecer un frente común sólido. La foto de Pekín, con tres autócratas sonrientes sobre el mismo balcón, contrasta con las imágenes de incertidumbre y dispersión que proyecta el mundo libre.

Xi Jinping, Vladimir Putin y Kim Jong-un en el desfile del Día de la Victoria en Beijing, 2025. Foto: Wikimedia Commons.
¿Cómo afecta a la región?
Las implicaciones para América Latina son directas y profundas. La región, históricamente un espacio de influencia occidental, se ha convertido en terreno fértil para la penetración de China, Rusia e incluso Irán. La diplomacia de las vacunas durante la pandemia, los créditos blandos para infraestructura, la compra de minerales estratégicos y la venta de armas son instrumentos de una presencia que combina poder blando y poder duro. Cada contrato y cada acuerdo comercial con estas potencias autoritarias es también una cuña que erosiona los vínculos tradicionales con Occidente.
No se trata de negar la necesidad de diversificación comercial. El asunto es advertir que, tras los contratos y las inversiones, lo que se juega es un modelo de sociedad. Los acuerdos con China no son políticamente neutrales. Llevan implícito un modo de concebir el Estado y la relación entre el individuo y el poder. Lo mismo ocurre con la influencia rusa en Venezuela, Nicaragua o Cuba. Va mucho más allá del suministro de armas: es la exportación de un patrón de dominación autoritaria, blindado contra la alternancia democrática.
En este marco, la amenaza no es únicamente militar, de servicios de inteligencia o económica. Es también cultural y política. América Latina corre el riesgo de acostumbrarse a convivir con la idea de que la democracia liberal es solo una opción más, intercambiable con regímenes de partido único o con dictaduras plebiscitarias. La narrativa de la eficiencia autoritaria, reforzada por la propaganda china, rusa y norcoreana, encuentra terreno abonado en sociedades golpeadas por la desigualdad, el narcotráfico, la violencia y la corrupción. Donde las instituciones democráticas no ofrecen soluciones rápidas, la tentación de mirar hacia el modelo del “hombre fuerte” se vuelve peligrosa.
El campo de la libertad
Frente a este panorama, el deber de Europa y de EEUU es claro: articularse con mayor coherencia y decisión. No basta con declaraciones genéricas de apoyo a la democracia. Es necesario un compromiso real con la región, que combine cooperación económica, apoyo tecnológico, fortalecimiento institucional y respaldo a la sociedad civil. De lo contrario, los vacíos seguirán siendo ocupados por las potencias dictatoriales. Y no podemos perder de vista que la defensa de la democracia en América Latina es parte de la defensa de la democracia en el mundo.
En este sentido, el desafío para América Latina es doble. Por un lado, se requiere una claridad estratégica que evite caer en la ingenuidad de pensar que la inversión china o la asistencia rusa son actos desinteresados. Por otro lado, se necesita fortalecer los proyectos democráticos internos, de manera que el autoritarismo no aparezca como alternativa seductora. Las sociedades latinoamericanas tienen que comprender que la lucha política no es solamente por mejores índices económicos, sino también por preservar un modo de vida que garantice libertades y derechos fundamentales.
La historia enseña que los autoritarismos se presentan como invencibles hasta que, de pronto, caen por su propio peso. Así ocurrió con el fascismo y con el comunismo soviético. Pero ese desenlace no es automático ni está asegurado. Dependerá de la capacidad de resistencia del mundo democrático y, en nuestro caso, de la firmeza con que América Latina decida permanecer en el campo de la libertad.
El desfile en Pekín fue un recordatorio de que el eje autoritario está en marcha y se siente confiado. Nuestra región no puede asistir como espectadora indiferente a ese espectáculo. Debemos comprender que lo que se juega en Asia y en Europa del Este tiene consecuencias directas en las Américas. Defender la democracia en el continente americano es, hoy más que nunca, un imperativo histórico y espiritual.